VELA AL VIENTO
María del Carmen Soler se quitó los guantes de látex y la mascarilla, los arrojó a un cubo metálico y, agotada, salió del quirófano. Había sido una de esas operaciones donde la vida pende de un hilo. El paciente, un anciano de corazón frágil llamado Joaquín Vázquez, había resistido la anestesia por milagro.
Ahora solo quedaba esperar.
Aquella noche, María del Carmen no durmió. Se tendió en la camilla estrecha de la sala de guardia, mirando al techo. La yesería blanca y agrietada parecía absorberla, arrastrándola al pasado que guardaba bajo llave. Aquellas grietas le recordaban a su aldea natal, un pequeño pueblo nevado en los Pirineos donde había empezado su vida adulta.
Cerró los ojos, y el tiempo retrocedió. Volvió a tener diecinueve años, parada frente a una iglesia medio derruida, con las paredes ennegrecidas por el humo y una campana muda colgando del arco.
Tras terminar sus estudios, la enviaron a aquel lugar remoto. Allí descubrió el silencio, el frío cortante y la indiferencia de la gente.
Un día, entró en la iglesia por impulso. Olía a cera, polvo y humedad. Encendió una vela, buscando algo de calor.
—¿Algo te pesa en el alma, hija? —escuchó a sus espaldas.
Era el párroco, un joven llamado Padre Enrique.
—Solo vine a rezar —mintió con una sonrisa forzada.
A partir de entonces, volvió a menudo. Sus conversaciones eran largas y serenas. Él parecía entenderla, como si leyera su alma.
Hasta que un día susurró:
—Hoy es el cumpleaños de mi padre. Era militar. Murió en 1921, en la Guerra de África…
No supo que sería su error fatal.
Esa misma noche, los golpes sacudieron su puerta. Se abrigó con la bata, abrió, y todo terminó.
Registros, insultos, gritos. El Padre Enrique había sido un delator. La acusó de “conspirar contra el régimen”.
En el calabozo, no la golpearon de inmediato. Primero llegó el interrogatorio. El comisario era bajo, calvo, con ojos cansados.
—Siéntate. Yo soy Pablo Solano. No temas —dijo en voz baja—. No todos aquí somos bestias. Aunque son tiempos difíciles… el hombre es como una vela al viento. Un soplo, y se apaga.
No la golpeó. Solo la miró con pena.
—No puedo salvarte, María. Pero evitaré que te manden a prisión. Intentaré que te quedes en régimen de confinamiento. Y reza para que nadie más se interese por tu caso.
Así llegó al pueblo nevado.
Solo había un camino, recto como una espada, cubierto de nieve. El invierno era cruel.
Nadie quería acogerla —los desterrados inspiraban desconfianza. Llamó a cada puerta, y solo recibió negativas o silencio.
—Encontrarás buena gente hasta en el fin del mundo —recordó las palabras de Solano.
Hasta que una puerta se abrió. Era Lucía, una viuda joven.
—Pasa. Pero compórtate.
María del Carmen se quedó con ella. Trabajó en la huerta, atendió a los enfermos, cuidó niños y animales. Poco a poco, la gente empezó a confiar.
Pasaron dos años. Cada quince días, firmaba en el cuartelillo. El alcalde, Ramón Márquez, apenas la miraba al estampar su rúbrica en el registro.
Al tercer año, todo cambió.
Era el crepúsculo, con ventisca.
Un carromato se detuvo frente a la casa de Lucía. Márquez irrumpió, cubierto de nieve.
—Mi hija se está muriendo. Ayuda.
María del Carmen tomó sus instrumentos. Corrieron hasta su casa.
En la cama yacía una niña de siete años, pálida, con la respiración débil. En un rincón, la médica del dispensario bostezaba.
—Difteria —dijo, indiferente.
—¿Tienes bisturí?
—Llegará en cinco horas.
—En cinco horas será tarde —cortó María del Carmen—. Necesito un cuchillo, alcohol y una vela.
Márquez obedeció como un poseso. Ella desinfectó el cuchillo, lo hundió en la garganta de la niña —el absceso estalló.
La madre, ciega de furia, la golpeó, gritando. Márquez la apartó.
María del Carmen veló a la niña toda la noche. Al amanecer, la pequeña respiraba mejor. A los dos días, ya reía.
Antes de irse, la madre se acercó.
—Perdóname. Creí que… pero la salvaste. Toma —le entregó una bolsa con comida, una manta y almohadas bordadas.
Márquez volvió muchas veces, con provisiones. Ya no exigió firmas. No era tan frío como parecía —la vida lo había endurecido.
Un año y medio después, María del Carmen regresó a la ciudad. Se doctoró, se casó, tuvo hijos.
Pasaron décadas.
Un día, paseando, llegó a la misma iglesia. Todo había cambiado: limpia, iluminada, restaurada.
Entró. Estaba vacía. Una monja barría el suelo.
—¿Podría ver al Padre Enrique?
—No está. Murió. Un accidente. Hace seis años.
María del Carmen miró al nuevo párroco.
—¿Es usted una de las que él entregó? —preguntó él.
Ella asintió.
—Dios no perdona el mal hecho en Su casa —susurró él.
Encendió una vela —por su padre, por su juventud, por el dolor.
Tiempo después, un hombre mayor llegó a su consulta.
—Cáncer de estómago. Corazón débil —leyó en el historial—. Nombre: Joaquín Vázquez.
Alzó la vista y se quedó inmóvil. Era él. El comisario.
—¿María? —la reconoció—. No puede ser…
Hab—Hay una sombra en la resonancia, Joaquín, pero mientras la vela no se apague, seguiremos luchando.