**VELA EN EL VIENTO**
Lucía Montoya se quitó los guantes de látex y la mascarilla quirúrgica, los arrojó a un cubo metálico y, agotada, salió del quirófano. Había sido una de esas operaciones donde la vida pende de un hilo. El paciente, Julio Méndez, un hombre mayor con el corazón destrozado, apenas resistió la anestesia.
Ahora solo quedaba esperar…
Esa noche, Lucía no durmió. Se quedó tumbada en la estrecha cama de la sala de residentes, mirando al techo. La pintura blanca, agrietada, parecía arrastrarla hacia el pasado que había enterrado dentro de sí. Aquellas grietas le recordaban un lugar lejano: un pequeño pueblo nevado en Burgos, Belmonte, donde comenzó su vida adulta.
Cerró los ojos y el tiempo retrocedió. Tenía diecinueve años, estaba frente a una iglesia derruida, de madera ennegrecida, con un campanario silencioso.
Tras graduarse, la mandaron a aquel lugar remoto. Allí conoció el silencio, el frío cortante y la indiferencia de la gente.
Un día, entró en la iglesia casi por instinto. Dentro olía a polvo, cera y humedad. Encendió una vela, buscando algo de calor.
—Algo te pesa en el alma, hermana —dijo una voz a sus espaldas.
Era el padre Andrés, un joven sacerdote.
—Solo vine a rezar —respondió ella con una sonrisa forzada.
A partir de entonces, volvió a menudo. Sus conversaciones eran largas y tranquilas. Él parecía entenderla, como si supiera cómo funcionaba su corazón.
Un día, confesó en un susurro:
—Hoy es el cumpleaños de mi padre. Era militar. Murió en 1936, en Teruel…
No sabía que sería su error.
Esa noche, golpes sacudieron su puerta. Lucía se abrigó y abrió… y todo terminó.
Registraron su casa entre gritos e insultos. El padre Andrés era un delator. La había traicionado por “conversaciones subversivas”.
En la comisaría, no la golpearon de inmediato. Primero llegó el interrogatorio. El policía era bajo, calvo, con mirada cansada.
—Siéntate. Soy Ramón Herrera. No temas —dijo en voz baja—. No todos aquí somos bestias. Aunque estos son tiempos en los que el hombre es como una vela al viento. Una ráfaga, y se apaga…
No la golpeó. Solo la miró con pena.
—No puedo salvarte, Lucía. Pero evitaré que te manden a prisión. Intentaré que te quedes en régimen abierto. Y reza para que nadie más investigue tu caso.
Así llegó a Belmonte.
El camino era una línea recta de nieve. El invierno era cruel.
Al principio, nadie la aceptó. Golpeó cada puerta y solo recibió negativas o silencio.
—Encontrarás gente incluso en el olvido —recordaba las palabras de Ramón.
Solo una puerta se abrió: Ana, una viuda joven.
—Pasa. Pero compórtate.
Lucía se quedó con ella. Trabajó en la huerta, atendió a los enfermos, cuidó de los niños y los animales. Poco a poco, la gente confió en ella.
Pasaron dos años. Cada quince días, firmaba en el ayuntamiento. El alcalde, Antonio Delgado, apenas la miraba al estampar su firma.
Al tercer año, todo cambió.
Era noche de tormenta. Un carromato se detuvo frente a la casa de Ana. Antonio irrumpió, cubierto de nieve.
—Mi hija se muere. Ayúdala.
Lucía tomó sus herramientas. Llegaron a su casa.
La niña, de siete años, yacía pálida, con la respiración débil. En un rincón, la médica del pueblo bostezaba.
—Difteria —dijo sin interés.
—¿Tienes bisturí?
—Llegará en cinco horas.
—En cinco horas estará muerta —cortó Lucía—. Necesito un cuchillo, alcohol y una vela.
Antonio trajo todo. Lucía limpió el cuchillo, lo introdujo en la garganta de la niña… y el absceso estalló.
La madre, histérica, la golpeó entre gritos. Antonio la apartó.
Lucía veló a la niña toda la noche. Por la mañana, la pequeña respiraba mejor. A los dos días, ya jugaba.
—Perdóname —susurró la madre después—. Pensé que… pero la salvaste. Toma esto. —Le entregó una bolsa con comida y mantas bordadas.
Antonio volvió muchas veces. Ya no hizo firmar más. No era un hombre frío… solo la vida lo había endurecido.
Un año después, Lucía regresó a Madrid. Se doctoró, se casó, tuvo hijos.
Pasaron décadas.
Un día, entró en aquella iglesia. Todo estaba limpio, iluminado.
—¿Podría ver al padre Andrés? —preguntó a una monja.
—Murió. Hace seis años. Un accidente.
Lucía miró al joven sacerdote.
—¿Eres una de las que traicionó? —preguntó él.
Asintió.
—Dios no perdona el mal hecho en Su casa —susurró él.
Encendió una vela: por su padre, por su juventud, por el dolor.
Tiempo después, un hombre mayor llegó a su consulta.
—Cáncer de estómago. Corazón débil —leyó en el informe—. Nombre: Julio Méndez.
Al mirarlo, se heló. Era Ramón, el policía.
—¿Lucía? —la reconoció—. No puede ser…
HabAl final, la llama de su vela y la de él aún ardían juntas, desafiantes, como dos destellos que se negaban a apagarse en la oscuridad.