Vejez entre Traiciones

La senectud en la sombra de la traición

Hoy te voy a contar una historia que pasó en nuestro barrio, en una zona residencial de Zaragoza. Es una historia llena de drama, dolor y giros inesperados, como si fuera el guion de una película trágica.

Nos mudamos a este vecindario a finales de los setenta, cuando acababan de construir el último bloque de pisos. Era casi un barrio de lujo para la época: edificios nuevos con apartamentos amplios. Habían abierto una escuela cerca, así que los niños no tenían que cruzar media ciudad para estudiar. El curso empezaba a mediados de febrero, no en septiembre, para que las familias tuvieran tiempo de instalarse. Después de la posguerra, tener vivienda era un lujo, y aquí ofrecían pisos asequibles en una zona nueva. La mayoría eran familias jóvenes con hijos, y el barrio se llenó pronto de risas infantiles.

Los niños se hicieron amigos rápido, descubrieron quién iría a cada clase y pasaban los días jugando en la calle. Pero había una niña, Lucía, que siempre estaba aparte. Tenía diez años y casi nunca salía de casa. Solamente iba a la tienda cuando su madre le mandaba o paseaba con su abuela, aunque los demás, con seis años, podíamos jugar solos. Entre nosotros se murmuraba que su madre era muy estricta, casi una tirana, que la castigaba por cualquier cosa.

Un día decidimos invitarla a jugar y fuimos a su casa. Su madre, la señora Isabel, nos abrió la puerta y, para nuestra sorpresa, nos dijo que deseaba que Lucía saliera más, pero que su hija prefería estar sola. Nos fuimos con las manos vacías, decidimos no meternos en su vida.

Lucía creció bajo la atenta mirada de su madre y su abuela, que querían que fuera refinada y culta. Era diferente al resto: siempre impecable, serena, no como nosotros, que correteábamos por solares abandonados. A veces, por la noche, se escuchaba el sonido de su violín desde su piso, melodías tan melancólicas que daban escalofríos.

Unos meses después, llegó una mujer con su hijo, Álvaro, al edificio. Se mudaron al mismo piso que Lucía. Y, milagrosamente, Lucía y Álvaro se hicieron amigos. Por primera vez, la veíamos en la calle: riendo, paseando, ya no encerrada. Su amistad parecía un salvavidas para una chica tan reservada.

Pasaron los años. Lucía y Álvaro cumplieron la mayoría de edad, entraron en la misma universidad. Pero Lucía no terminó sus estudios: a los diecinueve, Álvaro insistió en casarse. Enseguida se quedó embarazada y al año nació su hijo, Javier, idéntico a su padre: pelo oscuro y ojos verdes intensos. La familia estaba feliz, pero el barrio no paraba de chismorrear sobre ellos.

Tiempo después, se mudó al edificio una mujer soltera, Marta, de unos cuarenta años. Era callada, pero se ganó enseguida a los vecinos: traía medicinas a quien las necesitaba o ayudaba con las bolsas pesadas. Lucía a veces le pedía que recogiera a Javier del parvulario cuando se retrasaba en el trabajo.

Pero un día todo se derrumbó. Lucía volvió antes del trabajo, con ganas de pasar la tarde con su marido y su hijo. Al abrir la puerta, se quedó helada: Marta y Álvaro se estaban besando en el salón. Todo quedó claro. Marta no solo ayudaba con el niño, llevaba meses entrando y saliendo de su casa mientras Lucía trabajaba. La traición llevaba tiempo fraguándose.

Lucía, ciega de dolor, echó a Álvaro. Él, sin pestañear, recogió sus cosas y se mudó con Marta, que vivía un piso más arriba. La abuela de Lucía había muerto años antes, y su madre se había idLucía, con el corazón partido pero firme, decidió que su amor por Javier y su dignidad eran más fuertes que cualquier traición.

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