Veinte años después, me reconozco en el rostro de aquel joven, como si estuviera viendo a mi yo de antaño.
Recuerdo que, en vísperas del enlace, Arturo empezó a sospechar que Marta le era infiel. Por más que ella le juró lealtad y amor eterno, él se negaba a escucharla. No obstante, dos décadas más tarde, se topó con su hijo, y era como mirarse en un espejo…
Los unía un amor de los que sólo se leen en las novelas, intenso y arrebatador, que desbordaba cualquier comprensión y que muchos envidiaban y no dudaban en entrometerse, movidos por la envidia. Con calma, los jóvenes preparaban su boda, aunque ese día nunca llegó.
La víspera del enlace, Marta confesó a su querido que estaba esperando un hijo. La felicidad que esperaba ver en su rostro se tornó pronto en ira y desconfianza. Arturo, convencido de que la había traicionado, repetía una y otra vez que era imposible que hubiese quedado embarazada tan rápidamente. Le soltó de frente que no creía en su palabra. Así nació aquel niño.
Sus amigos le decían que era un necio, que Marta le amaba sin reservas, pero él se mantenía firme en su convicción. La relación se derrumbó y la boda fue cancelada. Incluso llegó a sugerirle que interrumpiera el embarazo, pero Marta se negó. Hasta el último minuto aguardó unas disculpas que nunca llegaron. Tampoco ella quiso humillarse; Arturo seguía convencido de tener razón. Así, cada uno emprendió una nueva vida. Marta enfrentó sola las consecuencias, y aunque a veces sus caminos se cruzaban por las calles de Toledo o en la plaza Mayor, él fingía no conocerla. En ocasiones, al ver a madre e hijo en el parque, giraba la vista para no ser asaltado por los recuerdos.
La vida de Marta fue dura. Siempre sola, pero no por ello desgraciada, pues hallaba sentido en la crianza de su pequeño ángel. Dejó a un lado su propia felicidad y se entregó en cuerpo y alma al bienestar de su hijo.
Marta hacía lo imposible para que a su hijo, Cristóbal, no le faltara de nada: doblaba turnos limpiando en casas y servía en una cafetería para administrar bien los pocos euros que conseguía, todo para asegurarle un buen futuro. Cristóbal le agradecía cada sacrificio; era su roca y su principal defensor.
El muchacho estudió en la universidad de Salamanca, hizo el servicio militar y pronto encontró trabajo. De mayor, dejó de preguntar por su padre; para él, todo quedó claro. De niño escuchaba las historias que le contaba Marta sobre aquel hombre, pero ¿creyó realmente en ellas? Hoy lo sé: no.
Cristóbal era el vivo retrato de su padre. A los veinte años, en sus ojos y gestos, Marta volvía a ver al joven Arturo del que tanto se había enamorado. Y un día, se cruzaron los caminos de los tres: el de Marta, el de Arturo y el de Cristóbal. A Arturo le sobrevino una revelación al ver aquel parecido innegable. Se quedó observándoles largo rato, presa del asombro, pero no logró articular palabra.
No fue hasta tres días después cuando se atrevió a buscar a Marta para decirle:
¿Serías capaz de perdonarme?
Hace mucho tiempo que lo hice susurró ella.
Y así, las antiguas historias sobre el padre dejaron de ser sólo palabras: Cristóbal, por primera vez en su vida, contempló a su verdadero padre.







