— Vosotros id ya, que yo llegaré más tarde — dijo él.
— ¿Dónde estás? — preguntó ella.
— En la casa de campo. Mamá me pidió que la llevara.
En la casa de campo. El día en que su hijo iba por primera vez al colegio…
Laura estaba junto al fregadero, apretando una esponja entre los dedos. No temblaban por el agua fría, sino por la rabia. En los fogones hervía una avena que ya empezaba a pegarse, en el dormitorio murmuraba la televisión, y en su cabeza desfilaban preguntas como subtítulos de película: *¿La casa de campo? ¿Ahora? ¿Por qué?*
Su marido se había ido temprano. A la inglesa. Solo el portazo, y la casa volvió a sumirse en el silencio. Pensó que quizá había salido al coche o que tenía algún recado. El niño ya se había despertado, se frotaba los ojos y, en pijama, caminaba hacia el baño.
Todo parecía normal. Salvo una cosa: papá no había vuelto.
— ¡Javier, ¿te has vuelto loco?! — le espetó cuando por fin consiguió hablar con él.
— Es que mamá me lo pidió urgentemente — se justificó él—. Vosotros id ya, que yo llegaré más tarde.
— Claro. Urgente. Justo hoy. A las ocho de la mañana. El primer día de colegio — la voz de Laura estaba más fría que el iceberg con el que chocó el Titanic.
— Mira, lo entiendo… Pero ella me lo pidió. Será rápido.
Laura guardó silencio. Porque si hubiera dicho algo, la presa de su autocontrol habría reventado. Y un berrinche a primera hora no era lo que un niño de primer curso debía ver. En lugar de palabras, simplemente colgó.
Que lo carguen con su conciencia.
— Mamá, ¿y papá dónde está? — preguntó el niño, de pie, con su camisa blanca impecable mientras intentaba abrocharse los botones.
Se esforzaba, estaba nervioso, pero no se quejaba.
— A la abuela le hacía falta ir a la casa de campo. Papá la ha llevado — respondió Laura sin adornos ni sarcasmo.
— ¿Y luego vendrá? — preguntó el niño con esperanza.
— No sé, cariño. Me temo que no.
— ¿Sabía que hoy era mi día especial?
Lo habían hablado toda la semana. Pero el niño no lograba entender que su padre actuara así.
— Lo sabía — susurró Laura.
El pequeño bajó la mirada, calló. Se sentó a la mesa y se hundió en el móvil. En el jarrón había un ramo que llevaría al colegio. Junto a la puerta, su mochila nueva, con coches de carreras. Todo preparado para la fiesta.
Menos la familia.
En la fila del colegio, el niño intentó mantenerse firme. No sonreía, no lloraba, solo apretaba la mano de su madre con más fuerza, mientras a su alrededor bullían niños, abuelos, padres con cámaras. Para todos los demás, era un día de celebración.
Laura también le hacía fotos, intentaba animarlo. Tenía un nudo en la garganta, pero sonreía por los dos. Quizá incluso por tres. Pero no era suficiente.
Cuando un alumno mayor llevaba a hombros a una niña con lazos y una campana, llegó el primer mensaje de la suegra: *Haz muchas fotos. Y mándamelas. Quiero verlas.* El segundo, quince minutos después: *Dile a Adrián que me salude. ¡Estoy con vosotros en espíritu!*
*¿En espíritu?* Laura apretó los dientes. *En espíritu* era muy cómodo. No requería esfuerzo.
No respondió. No por miedo al conflicto. Simplemente… no tenía nada que decirle a esa persona.
Después del acto, fueron a una cafetería, pidieron helados y batidos, luego pasearon por el parque. El plan era otro: papá debía haberlos llevado al parque de atracciones. Pero papá estaba en la casa de campo. Con las tomateras, no con su hijo. Hubo que cambiar de ruta.
— Mamá, ¿puedo no contestar si llama la abuela? — preguntó el niño cuando el móvil vibró en su mochila.
— Claro — asintió Laura—. Yo tampoco lo haría.
No le explicó más. No hacía falta. El niño la abrazó con fuerza, como si quisiera transmitirle todo su dolor con ese gesto.
Algo se petrificó dentro de ella. Por eso, cuando Javier llamó, no descolgó. Tampoco lo hizo su hijo.
Los cónyuges se limitaron a unos mensajes escuetos.
— Estás siendo infantil. Coge el teléfono. Mamá está dolida — escribió Javier.
— Tu hijo también — respondió ella.
— ¿Adrián está dolido?
— Sí. Porque hoy era un día importante para él. Y vosotros elegisteis los tomates. Seguid cavando.
Javier apareció cerca de las nueve. Entró callado, de puntillas, como si temiera despertar a alguien o, más probable, empeorar la ya tensa atmósfera. El niño ya dormía. Laura estaba en el salón con un libro, pero no leía. No podía concentrarse. Solo lo sostenía como un escudo contra la indiferencia ajena y sus propios pensamientos.
— ¿Qué tal si mañana hacemos algo? Los tres — propuso él, sentándose a su lado—. Al cine o a cenar. Que últimamente vamos cada uno por su lado.
Laura alzó una ceja y lo miró. No se alegró, no asintió con entusiasmo. Solo suspiró, cansada.
— ¿Crees que las relaciones son como el trabajo? ¿Que se pueden posponer? Tu hijo te necesitaba hoy.
— No fue a propósito — Javier se frotó el entrecejo, intentando calmarse—. Mamá me lo pidió de repente, no podía decir que no. Pensé que sería rápido.
— Ajá. Pero tu “pensé” no le ayuda a Adrián. Te estuvo esperando. Hasta el final. Hasta que todos se fueron.
— No dramatices… — refunfuñó él—. ¿Qué te pasa?
Laura sonrió, seca, sin alegría, con ironía. Javier claramente veía la situación diferente. El mundo no se había detenido, nadie salió herido, y Laura solo estaba exagerando.
No entendía que, para ella, había sido una traición. O no quería entenderlo.
— Muchas cosas. Pero sobre todo, que no ves cuánto le has hecho daño. Que crees que todo se arreglará solo.
Antes era distinto. Recordaba cuando, durante su embarazo, Javier había dicho:
— Quiero estar en su vida, no solo de paso. Ser un buen padre.
Le enseñó a montar en bicicleta, a hacer aviones de papel, soldados con bellotas. Juntos jugaban a carreras de coches. Los ojos del niño brillaban, y Javier lo miraba como si fuera su razón de vivir.
Incluso la abuela entonces hacía tartas. Más para ella que para Adrián, pero era algo. Al verlo, se deshacía en halagos, pero siempre con un dejo de egoísmo. *”¡Qué guapo es mi nieto! ¡Sale a mí!”*, solía decir.
Las reuniones familiares eran bulliciosas, con tarta casera, platos elaborados. Pero cuando los invitados se iban, la fachada se desmoronaba. Solo quedaban suspiros, miradas al techo y reproches del estilo *”Podrías haber venido más temprano a poner la mesa”*.
El niño lo notaba. Era pequeño, pero no tonto. Recordaba cuando la abuela prometía recogerlo del cole y se olvidaba. O cuando su padre no acudía a la función del cole porque *”había que ayudar a la abuela”*.
Lo recordaba y no preguntaba.
Se cerraba en sí mismo y dejaba de esperar. Ahora pedía a su madre que le leyera, no a su padre. Solo ellaY esa noche, mientras Adrián dormía abrazado a su peluche favorito, Laura supo que, aunque no todos los finales son felices, algunas batallas merecen ser peleadas—sobre todo cuando se trata de amar y proteger a quien más lo necesita.