María se quedó junto al fregadero, apretando una esponja entre sus manos. Sus dedos temblaban, no por el agua fría, sino por la rabia. En la cocina, las gachas empezaban a quemarse, en el dormitorio el televisor murmuraba, y en su cabeza giraban las mismas preguntas: «¿La finca? ¿Ahora? ¿Por qué?»
Esa mañana, su marido se había marchado temprano. Sin avisar. La puerta se cerró de golpe, y la casa volvió a sumirse en el silencio. Pensó que quizás había salido al coche o tenía algún recado. Su hijo, Lucas, ya se había despertado, se frotó los ojos y, en pijama, se arrastró hacia el baño.
Todo parecía normal. Menos una cosa: su padre no regresó.
—¿Estás loco, Jaime? —preguntó cuando finalmente consiguió llamarle.
—Es que mi madre lo necesitaba con urgencia —se justificó él—. Vosotros id sin mí, que ya os alcanzaré.
—¡Claro! ¡Urgente! ¡Hoy precisamente! ¡A las ocho de la mañana, el primer día de colegio! —La voz de María sonaba más fría que el viento de la sierra en enero.
—Mira, lo entiendo… Pero ella me lo pidió. Será rápido.
María calló. Porque si decía algo, su autocontrol se rompería, y una escena a primera hora no era lo que su hijo, recién estrenado como escolar, debía ver. En lugar de palabras, colgó.
Que lo llevasen en su conciencia.
—Mamá, ¿dónde está papá? —Lucas estaba plantado en mitad del salón, con su camisa blanca nueva, luchando con los botones. Se esforzaba, nervioso, pero sin quejarse.
—La abuela necesitaba ir a la finca. Papá la ha llevado —respondió María sin adornos ni ironía.
—¿Y luego vendrá? —preguntó el niño con esperanza.
—No lo sé, cariño. Me temo que no.
—¿Sabía que hoy era mi día especial?
Lo habían hablado toda la semana. Pero Lucas no entendía cómo su padre podía faltar.
—Lo sabía —susurró María.
El niño bajó la mirada, callado. Se sentó a la mesa y se hundió en su móvil. En el jarrón, las flores que llevaría al cole. Junto a la puerta, la mochila nueva con coches. Todo preparado para la fiesta.
Menos la familia.
En el acto de bienvenida, Lucas se mantuvo firme. Ni sonrió ni lloró, solo apretó más la mano de su madre mientras otros niños correteaban, rodeados de abuelos y padres con cámaras. Todos celebraban la vida.
María también le hizo fotos, intentando animarle. Tenía un nudo en la garganta, pero sonreía por los dos. Quizás hasta por tres. Pero no era suficiente.
Cuando un alumno mayor llevó a una niña con lazo y campana al hombro, llegó el primer mensaje de su suegra: «Haz muchas fotos. Mándamelas. Quiero verlo». El segundo, quince minutos después: «Dile a Lucas que me salude. ¡Estoy con vosotros en espíritu!».
«¿En espíritu?» María apretó los dientes. «En espíritu» era muy cómodo. No requería esfuerzo.
No respondió. No por miedo al conflicto, sino porque no tenía nada que decirle.
Después del acto, fueron a una cafetería, pidieron helados y batidos, dieron un paseo. El plan original era que Jaime los llevase al parque de atracciones. Pero Jaime estaba en la finca. Con las tomates, no con su hijo.
—Mamá, ¿puedo no contestar si llama la abuela? —preguntó Lucas cuando vibraba su móvil.
—Claro —asintió María—. Yo tampoco lo haría.
No hizo falta explicar nada. El niño simplemente la abrazó, apretando fuerte, como si quisiera transmitirle todo el dolor con ese gesto.
María notó algo endurecerse dentro de ella. Por eso, cuando Jaime llamó, ni ella ni Lucas descolgaron.
La conversación se limitó a unos mensajes.
—Estás siendo infantil. Coge el teléfono. Mi madre se ha molestado —escribió Jaime.
—Tu hijo también —contestó ella.
—¿Lucas está enfadado?
—Sí. Porque hoy era importante para él. Y vosotros elegisteis los tomates. Seguid cavando.
Jaime apareció pasadas las nueve. Entró en puntillas, como temiendo empeorar las cosas. Lucas ya dormía. María estaba en el salón con un libro, pero no leía. Solo lo sostenía como un escudo contra la indiferencia ajena.
—¿Qué tal si mañana salimos los tres? —propuso Jaime, sentándose a su lado—. Al cine o a tomar algo. Que últimamente estamos siempre por separado.
María alzó una ceja y lo miró. No se alegró. Solo suspiró, cansada.
—¿Crees que en una familia se pueden cambiar las fechas como en el trabajo? Lucas te necesitaba hoy.
—No fue adrede —Jaime se frotó el puente de la nariz—. Mi madre me lo pidió de repente, no podía decirle que no. Pensé que sería rápido.
—Sí. Pero tu «pensé» no le sirve de consuelo. Te esperó. Hasta que todos se fueron.
—No exageres… —refunfuñó él—. ¿Qué te pasa?
María se rio, secamente, sin alegría. Jaime veía las cosas diferente. El mundo seguía girando, nadie había salido herido, y ella solo estaba siendo dramática.
No entendía que, para ella, aquello había sido una traición. O no quería entenderlo.
—Muchas cosas. Pero, sobre todo, que no te das cuenta del daño que le has hecho. Crees que todo se arreglará solo.
Hubo un tiempo en que todo era distinto. Recordó cuando, durante el embarazo, Jaime le dijo:
—Quiero estar en su vida, no solo de paso. Quiero ser un buen padre.
Enseñó a Lucas a montar en bici, a hacer aviones de papel, soldados con bellotas. Jugaban a las carreras con coches. Los ojos del niño brillaban, y Jaime lo miraba como si fuese su razón de vivir.
Hasta su suegra horneaba pasteles entonces. Más para lucirse que para Lucas, pero algo era. Lo llenaba de halagos, pero siempre con un deje egoísta: «¡Qué guapo es mi nieto! ¡Sale a mí!».
Las reuniones familiares eran ruidosas, vistosas, con pasteles caseros y ensaladas adornadas. Pero, cuando los invitados se iban, todo eso se desmoronaba. Solo quedaban suspiros, miradas al techo y reproches: «Podrías haber venido antes a ayudar».
Lucas lo notaba. Era pequeño, pero no tonto. Recordaba cuando su abuela prometió recogerle del cole y se olvidó. O cuando su padre faltó a una función porque «tenía que ayudar a la abuela».
Lo recordaba, y no preguntaba.
Simplemente se cerraba y dejaba de esperar. Ahora le pedía cuentos a su madre, no a su padre. Solo ella sabía que le gustaba Lucía de la clase de al lado o que había peleado con Pablo. Incluso le trajo la bici pinchada, sabiendo que ella no la arreglaría. Pero ella resolvía todo.
Menos una cosa. Lucas ya no pedía nada a su padre.
—¿Quieres que os perdone y os quiera porque sí? —preguntó María, mirándolo fijamente—. Solo tiene siete años, pero entiende. Y no voy a obligarle a sonreír cuando le hacéis daño.
Jaime se quedó quieto. En su mirada había cansancio y, en el fondo, irritación. No dijo nada más, solo se hundió en su móvil, tecleando con nerviosismo.
María volvió a su libro. Ahora sí eraAl día siguiente, mientras preparaba el desayuno, María miró a su hijo y supo que, aunque no todo era perfecto, lo único que importaba era estar ahí, siempre, sin excusas.