**”¡Bah, un arrebato sin importancia!”**
—¿A quién le importas, vieja bruja? Eres una carga para todos. Andas por aquí apestando. Si dependiera de mí, ya te habría… Pero no, tengo que aguantarte. ¡Te odio!
Paola casi se atraganta con el té. Hablaba por videollamada con su abuela, Carmen Serrano, que se había levantado un momento.
—Espera un momento, cariño, ahora vuelvo —dijo con un quejido al levantarse del sillón antes de salir al pasillo.
El móvil quedó sobre la mesa, con la cámara y el micrófono encendidos. Paola cambió la pantalla a su ordenador, pero entonces… ocurrió. Una voz procedente del pasillo.
Al principio creyó habérselo imaginado. Pero al mirar el móvil, vio que alguien entraba en la habitación. Primero unas manos ajenas, luego un costado y, finalmente, un rostro.
Laura. La mujer de su hermano. Sí, ese era su voz.
La joven se acercó a la cama de la abuela, levantó la almohada, después el colchón y rebuscó bajo él.
—Aquí sentada, tomando el té… Ojalá se muriera ya, de verdad. ¿Para qué alargar lo inevitable? No sirves para nada, solo gastas oxígeno y ocupas espacio —refunfuñó la cuñada.
Paola no se movió. Durante unos segundos, olvidó cómo respirar.
Laura salió sin notar la cámara, y minutos después regresó Carmen. Sonrió, pero la sonrisa no alcanzó sus ojos.
—Ya estoy aquí. Por cierto, no te pregunté, ¿cómo va el trabajo? ¿Todo bien? —dijo la abuela, como si nada.
Paola asintió bruscamente. Aún intentaba digerir lo ocurrido, aunque todo en ella pedía echar a esa fresca por la puerta. Ahora mismo.
Carmen siempre le había parecido una mujer de hierro. No, nunca alzaba la voz. Era esa severidad propia de maestra, pulida durante años entre aulas, alumnos y padres.
Cuarenta años enseñando literatura. Sus alumnos la adoraban: Carmen sabía hacer hasta los clásicos apasionantes.
Cuando murió el abuelo, no se derrumbó, pero su postura perfecta se convirtió en una leve joroba. Salió menos y enfermó más. Su sonrisa ya no era tan amplia. Aun así, conservaba su vitalidad. Creía que todas las edades eran hermosas y disfrutaba la vida.
Paola siempre la había amado por hacerla sentir segura. Con ella, ningún problema era grave. En su día, Carmen le dio a su nieto la casa de campo para pagar la universidad, y a Paola sus ahorros para la hipoteca.
Cuando su hermano, Álvaro, se quejó del alquiler caro tras casarse, Carmen les ofreció una habitación. “Es un piso de tres dormitorios, hay espacio. Además, así me cuidáis. ¿Y si me sube la tensión o el azúcar?”
—Total, sola me aburro. Y a los jóvenes nunca les viene mal ayuda —decía con entusiasmo.
Álvaro se encargaba de vigilarla, mientras Paola traía comida, medicinas y pagaba recibos. Su sueldo se lo permitía, y su conciencia no la dejaba quedarse de brazos cruzados. A veces le daba efectivo, otras transfería dinero y, sabiendo que su abuela ahorraba “por si acaso”, le llevaba comida: pescado, carne, lácteos, fruta.
—Es por tu salud. Sobre todo con tu diabetes —decía Paola.
Carmen daba las gracias pero evitaba su mirada, como si le diera vergüenza molestar.
Laura, la mujer de Álvaro, siempre le pareció falsa a Paola. Palabras dulces, modales exagerados, pero ojos fríos. Una mirada calculadora, sin cariño ni respeto. Paola no se metió. Eran asuntos ajenos. Solo preguntaba: “Abuela, ¿todo bien?”.
—Sí, cariño —aseguraba Carmen—. Laura cocina y mantiene la casa limpia. Es joven, pero ya aprenderá.
Ahora Paola entendía: era mentira. En público, Laura era una ovejita mansa. Pero sin testigos…
—Abuela, lo he oído todo… ¿Qué ha pasado?
Carmen se quedó quieta, como si no hubiera entendido, antes de apartar la vista.
—No es nada, Paolita —suspiró—. Laura está cansada. Es una época difícil, Álvaro siempre de viaje. Por eso estalla.
Paola la observó como si la viera por primera vez. Notó cada arruga nueva, la vitalidad ausente en su mirada. Solo quedaban terquedad y cansancio. Y algo más: miedo.
—¿Estallar? Abuela, ¿has oído lo que te ha dicho? No es un arrebato. Es…
—Paolita… —la interrumpió Carmen—. No me cuesta aguantar. Bah, un arrebato sin importancia. Es joven, impulsiva. Yo ya soy vieja, no necesito mucho.
—Basta. No me tomes por tonta —replicó Paola—. O me lo cuentas todo, o cojo el coche y voy. Tú decides.
Carmen calló unos segundos. Luego respiró hondo, bajó los hombros y se ajustó las gafas. La ilusión se rompió. Ya no era la mujer fuerte de siempre, sino una anciana acobardada.
—No quería decírtelo —confesó—. Tú con tu trabajo, tus preocupaciones… ¿Para qué estas riñas? Pensé que se arreglaría…
La historia con Laura era más larga y sucia de lo que Paola imaginaba.
Los jóvenes llegaron con maletas y planes de ahorrar para una hipoteca en seis meses. Al principio, Carmen se alegró. La casa cobró vida: pasos por la mañana, cocina siempre ocupada. Risas, aunque forzadas. Laura al principio se esforzaba: hacía pasteles, servía el té, incluso la acompañó al médico.
Pero cuando Álvaro se fue, todo cambió.
—Primero se volvió irritable —contó Carmen—. Pensé que era por Álvaro. Luego se quedaba con la comida. Decía que tú traías demasiado, que ella lo necesitaba más, que era joven y quería ser madre. ¿Yo qué iba a decir? A mí me venía bien adelgazar.
Resultó que Laura le pidió dinero prestado. Carmen le dio lo que Paola le dejaba para medicinas. Con eso, Laura compró una nevera para su habitación y puso un candado. Toda la comida que Paola traía acababa ahí.
Nadie le devolvió el dinero. Al contrario, Laura empezó a buscar sus ahorros y robarlos.
—Se llevó el televisor. Dijo que dañaba la vista —Carmen se secó las lágrimas—. Y corta el internet. Yo… llamo, leo noticias, busco recetas… A veces me siento como en prisión.
—¿Y a Álvaro no le dijiste nada? —preguntó Paola.
Carmen negó con la cabeza.
—Dijo que si hablaba, contaría que perdieron un bebé por mi culpa, que le hice la vida imposible. Ni siquiera sé si estaba embarazada. Pero dijo que todos la compadecerían y a mí me odiarían.
Paola no supo qué responder. Quería gritar, maldecir a su cuñada. Pero solo dijo:
—Abuela, nadie tiene derecho a tratarte así. Nadie. Ni jóvenes, ni viejos, ni familia, ni extraños.
Carmen lloró. Paola la consoló, aunque sabía que se avecinaba una tormenta. No se callaría.
Media hora después, Paola y su marido iban hacia casa de Carmen. Le explicó todo en el coche. Él no podía creerlo, pero no había motivo para dudar.
Carmen abrió la puerta enseguida. Jugueteaba nerviosa con un trapo, evitando su mirada.
—¡Vaya, sin avisar! Podría haber puesto—Laura regresó al día siguiente con Álvaro, pero al verlos a todos reunidos, con la mirada firme de Carmen y la determinación de Paola, solo murmuraron unas excusas y se marcharon para siempre, dejando por fin la paz en el hogar de la abuela.