Vamos a casarnos: Una propuesta llena de amor y pasión

José es un chico tranquilo y reservado. Vive con sus padres en un pueblo pequeño, quizás por cómo lo criaron o porque así nació. Claudia y Simón nunca tuvieron problemas con su hijo. Siempre obediente.

En la casa de al lado, siempre se escuchaban gritos y discusiones. Bárbara, la vecina, cría sola a sus dos hijos, Miguel y Pablo, casi de la misma edad. Pero son tan revoltosos, sobre todo el mayor, Miguel, que Bárbara ya no sabe cómo calmarlos.

—Miguel, otra vez molestando a tu hermano, ahora verás… —se oía desde el patio la voz exasperada de Bárbara.

—¡Él empezó! Que no me provoque, y tú siempre lo defiendes —respondía Miguel, alzando la voz.

—¿Así le hablas a tu madre? —retumbaba desde el otro lado de la cerca.

Y así siempre. Bárbara se quejaba con Claudia:

—No hay manera con estos diablillos. En tu casa siempre hay paz. Tu José es tan tranquilo, te envidio, Claudia. Bueno, claro, con Simón siendo tan calmado, José sale a él. Mi marido era un terremoto, pendenciero, y por eso se fue antes de tiempo… todo por su carácter. Si no hubiera bebido, no se habría ahogado… Miguel es idéntico a él. Pablo es algo más callado, pero tampoco se deja. Ay, esta es mi cruz, mi destino.

—Sí, Bárbara, tus chicos son un torbellino. En la reunión de padres, la profesora puso a Miguel como ejemplo de lo que no hay que hacer. Tú nunca vas.

José y Miguel van a la misma clase, son amigos, van y vienen juntos del colegio. José saca notas decentes; Miguel, apenas pasa.

—No voy a esas reuniones. Me da vergüenza oír quejas de mis granujas, sobre todo de Miguel. Y con el trabajo… No te imaginas, Claudia, si veo a sus profesores por la calle, me escondo. Sé que empezarán a quejarse, y me pongo colorada y sudo solo de pensarlo. Te envidio, Claudia, te lo digo de corazón. Tu José es un chico normal, y los míos… —Bárbara agitó la mano y se fue a su casa.

Los chicos crecieron. Miguel siguió igual de revoltoso. Dejó el instituto después de tercero; Pablo siguió estudiando.

—Aprenderé a conducir, haré la mili y luego me casaré —esos eran los planes de Miguel.

Con José ya hablaban de igual a igual. Era el mismo de siempre: callado, tímido, de carácter suave. Le gustaba pasear solo por el bosque en verano, recoger setas. Por las noches, se sentaba en las escaleras del porche a tomar té y leer.

Estudió para ser electricista en el pueblo de al lado y nunca quiso irse. Sus padres no lo habrían permitido. Hijo único.

—Aquí están tus raíces, hijo. Aquí vivirás —decía Simón, y José nunca lo discutió.

Cuando estudiaba, viajaba en autobús al pueblo vecino. Solo media hora, pero la ciudad le agobiaba, demasiada gente. No salía con chicas, aunque algunas lo miraban. Las más atrevidas le invitaban al cine, las que no sabían lo tímido que era. Él siempre decía que no, que tenía que coger el autobús. No pasaba muy seguido, había que apurarse.

—José, no te mezcles con esas chicas de ciudad —le advertía su madre—. Son todas listas y te pillarán antes de que te des cuenta.

—Déjame, mamá, por favor —respondía él, incómodo.

Iba al centro cultural del pueblo, salía con los chicos locales, a veces con Miguel. Pero no prestaba mucha atención a las chicas, y ellas tampoco a él. Nadie sabía que, en el instituto, le gustaba Teresa, un curso menor. Pero nunca lo dijo, y además le daba miedo.

A solas, se reprochaba:

—¿Por qué no soy como Miguel? A él lo siguen las chicas, y yo… Les tengo miedo, me pongo colorado… Me gusta Teresa, pero nunca se lo diré. ¿Y si se ríe de mí? Cuando se acerca, hasta me tiemblan las piernas. Acabaré soltero. Y Miguel ya va a casarse…

—José, prepárate para mi boda. Será en el centro cultural. Vendrán chicas del pueblo de Verónica. No te quedes atrás, o te quedarás soltero —dijo Miguel, sonriendo con sus dientes blancos.

Verónica, la novia de Miguel, era de un pueblo a cuatro kilómetros. Allí encontró el amor, aunque muchas del pueblo suspiraban por él.

—Vale, Miguel, iré —prometió José.

La boda fue ruidosa y alegre. Entre las damas de honor estaba Daniela, amiga de Verónica. Era una tarde cálida de verano, música, muchos invitados. Todos bailaban, pero José se quedaba sentado o salía a tomar aire.

Fue entonces cuando Daniela, una de las damas, lo notó. Al principio lo observó. José era guapo: alto, pelo oscuro, ojos grises. Las chicas que no lo conocían se fijaban en él.

—Hola —oyó José una voz risueña y vio a Daniela frente a él.

—Hola —respondió, enrojeciendo.

—Te conozco. Eres el hijo de Simón —continuó ella—. Tu padre y el mío son amigos, cuando viene a nuestro pueblo. Yo soy Daniela, y tú José, ¿no? —dijo, entre afirmación y pregunta.

José se puso colorado otra vez, murmuró algo, la espalda sudorosa. Daniela le gustó, lo que lo puso más nervioso. Ella hablaba sin parar, reía, él escuchaba, aunque no captaba todo, demasiado nervioso. Decía poco, solo asentía y sonreía. Temía decir algo tonto.

—Vamos a bailar, ¿qué hacemos aquí? —lo tomó de la mano y lo llevó a la pista.

José nunca había bailado, pero la música era lenta, y todo salió bien. Él la rodeó con un brazo, y ella lo guió.

—Qué bien se baila así —pensó—. Daniela es agradable, divertida.

Bailaron más. José ni notó cuándo anocheció. Los invitados empezaron a irse, y Daniela dijo:

—Me gustó hablar contigo, José. Y bailar. Pero ya me voy con mi hermano. Nos vemos. Adiós.

Al día siguiente, José no era el mismo. No podía dejar de pensar en Daniela, rubia, de ojos azules. Ese encuentro le cambió la vida. Pero no se atrevía a buscarla.

—¿Ir a otro pueblo a verla? ¿Qué dirán? Seguro ya ni se acuerda de mí, solo habló conmigo para pasar el rato.

El sábado por la tarde, alguien silbó fuerte frente a su casa. José miró por la ventana y se quedó paralizado: era Daniela, sonriendo, saludándole. Salió al portal.

—Hola, José. Vine a invitarte a un concierto en mi pueblo. Hay un grupo folclórico. Mañana. ¿Vas? —dijo, como si nunca se hubieran separado.

—Sí —respondió al instante. Ella sonrió; él, sin saber qué más decir.

—Vamos a dar un paseo, así me acompañas un poco.

José aceptó, tomó el manillar de su bicicleta y salieron. Caminaron despacio; ella hablaba más. Cuando ya se veía su pueblo, dijo:

—Bueno, desde aquí llego rápido. Hasta mañana, te espero.

Después de eso, empezaron a verse. Daniela tomó la iniciativa. Ella fijaba las citas, a veces se encontraban a mitad de camino. Si él no podía ir, ella iba. A Claudia no le gustaba esa chica.

—José, Daniela no es para ti. Demasiado viva. Te manipulará. Necesitas a alguien tranquila, no a esta… Es puro fuego. Acaba con esto —insistía.

Pero José

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