¿Vale la pena sacrificarse por el descanso ajeno? Cómo me convertí en una paria por negarme a alojar a mis consuegros gratis en mi casa de la playa
Llevo años acostumbrada a que mi vida no sea un camino de rosas. Responsabilidades, trabajo duro, preocupaciones… Todo eso se ha vuelto mi día a día, y en esa rutina, me he perdido a mí misma. Ahora me llaman egoísta, insensible, una mujer avariciosa… Y todo porque me negué a ser la comodidad de los demás. Quiero contar mi historia, no para que me juzguen, sino para que entiendan esto: detrás de cada “no” no hay avaricia, sino un cansancio que nadie ve.
Nuestra casita junto al mar parece un sueño. Amplia, acogedora, con un jardín y una terraza donde se puede pasar horas. Pero pocos saben lo que nos costó levantarla. Mis padres nos dejaron un cobertizo medio derruido en un terreno de Almuñécar. Mi marido y yo pasamos más de diez años reconstruyéndolo, ladrillo a ladrillo, con nuestras propias manos, sin ayuda de nadie. Ampliamos, instalamos agua, gas, alcantarillado, arreglamos el patio y hasta construimos unos bungalós para huéspedes.
Ahora tenemos un pequeño negocio. En verano, cuando llegan los turistas, lo alquilamos todo, hasta nuestro propio dormitorio. Nosotros dormimos en un almacén, en camas plegables. La gente paga no solo por hospedarse, sino también por la comida casera. Cocino desde el amanecer, lavo sábanas, limpio, recojo y despido huéspedes. Para julio, ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que dormí o comí tranquila.
Y aun así, no me quejo. Porque esos meses de verano son los que nos mantienen el resto del año. Casi todo lo que ganamos se lo damos a nuestra hija Carmen y a su marido, que están pagando una hipoteca. Somos mayores, la salud ya no es la de antes, pero seguimos adelante.
Y aquí viene el problema.
Hace poco, Carmen nos anunció que se iba a Egipto con su marido. ¿Felicidad? Pues sí. Pero luego, como si nada, soltó: “Ah, los suegros vendrán este verano a vuestra casa. Nunca han podido ir a la playa. Mamá, por favor, trátalos bien y no les cobres, que son pensionistas”. Me quedé muda.
¿Los suegros? ¿Esos que ni siquiera llamaron cuando mi marido y yo caímos con la covid y la obra se paralizó? ¿Los que en la boda de Carmen aparecieron solo una hora y se fueron corriendo? ¿Los que en ocho años no se han acordado de nosotros hasta que vieron la oportunidad de unas “vacaciones gratis”?
Miré la libreta de reservas: todo está lleno hasta septiembre. Incluso nuestra habitación está ocupada por una familia con un niño enfermo. Mi marido y yo íbamos a dormir en una tienda de campaña, literalmente. ¿Y ahora cómo iba a meter a dos personas mayores, que seguro quieren comodidad, silencio y atención, en medio de ese caos?
No es que no quiera a la familia. Pero esto no es un resort, es nuestro sustento. No tenemos otra entrada de dinero, y desde la pandemia, los clientes escasean. Estamos recuperándonos poco a poco, y ahora, de repente, esto.
Le dije a Carmen que no podía. Que no había manera. Que ni física ni mentalmente iba a aguantar. Y entonces vino el diluvio: mi marido se enfadó (“¡Son familia!”), su marido me echó en cara lo mal que lo iban a pasar sus padres, los vecinos empezaron a murmurar (“Se ha vuelto una tacaña”), y mi hija… simplemente dejó de hablarme. Y entendí que, para todos, ya no era la mujer que siempre lo daba todo, sino una vieja avarienta colgada de cadenas de oro imaginarias.
Esa noche, sentada en la terraza, escuchando el mar, lloré. Estoy harta de ser la buena. Harta de dar todo y recibir exigencias a cambio. Nadie me ha preguntado cómo estoy. Nadie ha ofrecido ayuda. A nadie se le ha dado por pensar que quizá no puedo con todo.
Ahora me pregunto: ¿mantenerme firme y convertirme en la mala? ¿O ceder y volver a dejarme la piel para que los demás estén cómodos?
A ver, dime tú… ¿Qué harías en mi lugar?