Como si nada, pero lo es todo
Vera viajaba en el autobús número 73, que cruzaba todo el Madrid nevado. Se sentó junto a la ventana, clavó la mirada en el cristal empañado y apretó con fuerza una bolsa de plástico con el logo rojo de un supermercado barato. Dentro llevaba un pequeño pastel llamado “Ternura”. El nombre le sonaba a burla: afuera hacía frío, en su corazón reinaba el silencio y el alma le pesaba como un día gris.
Cumplía treinta y tres años. Hoy. Ni una llamada. Ni un mensaje de los suyos. En las redes, solo dos anuncios, un error de un repartidor y un feliz cumpleaños de una excompañera de la universidad con la que no hablaba desde hacía quince años. Un emoji y una tarjeta genérica. Nada más. El cumpleaños pasó como si no fuera el suyo, como si lo hubieran celebrado en otro piso, en otra vida.
—¿Bajas aquí? —preguntó una señora mayor. Vera se sobresaltó, asintió y descendió en su parada.
El patio de su infancia seguía igual: los colores descascarados, los bancos torcidos, el viejo olmo con el hueco donde se refugiaban de las tormentas. Todo tan familiar y, a la vez, tan ajeno. Como si el pasado siguiera ahí, pero ella ya no perteneciera a él.
Su madre vivía en el tercero. Como siempre, había dejado la puerta sin cerrar. Esperándola. Sin llamadas ni recordatorios.
—Ah, has venido… Oh, traes un pastel —dijo su madre, como si eso fuera lo único que merecía atención.
En la cocina olía a patatas y pan recién hecho. Un reloj viejo marcaba el tiempo con un tic-tac sordo, como recordando que la vida seguía, aunque para ella todo pareciera paralizado. Motas de polvo flotaban en la luz del atardecer.
—¿Cómo estás? —preguntó su madre, volviéndose hacia el fregadero.
—Bien —respondió Vera, por habitual. Luego, tras un silencio, añadió—: Como si nada.
Cenaron en silencio. Su madre le sirvió demasiado, como solía hacer. Su cariño estaba en la cuchara llena, en el trozo de pan de más, en la mirada que evitaba los ojos. Después tardó en elegir el cuchillo para cortar el pastel, como si de eso dependiera que algún deseo se cumpliera.
—Feliz cumpleaños, hija —dijo en voz baja, casi con timidez.
—Gracias.
—Sigues adelante. Eso es lo importante.
—¿Y hace falta seguir adelante? —preguntó Vera, sin levantar la vista.
Su madre se giró. La miró como solo pueden hacerlo quienes conocen el dolor y el cansancio. No había reproche, solo comprensión.
—A veces no hace falta. Pero lo hacemos igual.
Después de cenar, Vera salió al balcón. Abajo, los niños correteaban, lanzaban un balón, gritaban y reían. En las ventanas de los edificios se asomaban otras vidas: alguien cocinaba, otro discutía, otra ponía música. En medio de ese caos ajeno, Vera sintió algo derretirse dentro de ella, como si el hielo que llevaba años cargando empezara a fundirse, dejando escapar gotas calientes por sus venas.
Por la noche, volvió a su piso. Dobló la bolsa del pastel y la guardó en el bolsillo. El autobús olía a chaquetas ajenas, goma y frío nocturno. La gente dormía, miraba el móvil, se abrazaba. El mundo seguía. Con ella. Y sin ella.
En casa reinaba el silencio. Vera se quitó el abrigo, dejó el bolso en un puff y, de repente, vio algo en la entrada. Una pequeña tarjeta de papel, escrita a mano con letra temblorosa: “Haces más de lo que crees. Estás aquí. Feliz cumpleaños”.
No había nombre. No podía reconocer al autor. Ni la letra, ni el estilo le resultaban familiares. Aun así… Sonrió. Levemente, pero con sinceridad. Como si alguien la hubiera visto, no la fachada ni la sonrisa educada, sino a ella. La de verdad. La que cada día se levantaba y seguía adelante, sin aspavientos ni aplausos.
De pronto, le bastó. Con eso. Anónimo, pero auténtico.
Quizá eso sea la vida. No los fuegos artificiales ni cientos de felicitaciones. Sino ese instante en el que estás solo en el silencio, pero alguien, en algún lugar, te tiende la mano. Sin palabras. Desde el corazón.
Como si nada. Y, en realidad, lo es todo.