Vacío en apariencia, significativo en esencia

Hoy, 15 de enero, escribo esto en mi diario.

Iba sentada en el autobús número 27, que atravesaba toda Valladolid cubierta de nieve. Me acomodé junto a la ventana, clavando la mirada en el cristal empañado, mientras apretaba con fuerza una bolsa de plástico con el logo rojo de un supermercado barato. Dentro, un pequeño pastel llamado “Dulzura”. El nombre sonaba a burla: afuera el frío cortaba, dentro de mí solo quedaba silencio y el alma gris como el cielo.

Hoy cumplía treinta y tres años. Ni una llamada. Ni un mensaje de los míos. En el móvil, dos correos de publicidad, un aviso de un repartidor equivocado y un feliz cumpleaños de una antigua compañera de la universidad a la que no veía desde hacía quince años. Un emoticono y una imagen genérica. Nada más. El día había pasado como si no fuera conmigo, como si le perteneciera a otra persona, en otro piso, en otra vida.

—¿Se baja aquí? —preguntó una señora mayor. Desperté de mis pensamientos, asentí y bajé en mi parada.

El patio de mi infancia seguía igual: los colores descascarados, los bancos torcidos, el viejo olmo con el hueco donde nos refugiábamos de las tormentas. Todo tan familiar y, al mismo tiempo, tan ajeno. Como si el pasado se hubiera quedado y yo ya no perteneciera a él.

Mamá vivía en el tercero. Como siempre, había dejado la puerta sin cerrar. Solo esperaba. Sin llamadas, sin recordatorios.

—Ah, has venido… Y traes un pastel —dijo, como si fuera lo único que mereciera atención.

La cocina olía a patatas y pan recién hecho. El tic-tac del reloj viejo sonaba sordo, como recordándome que el tiempo seguía pasando, aunque mi vida pareciera congelada. Motas de polvo danzaban en los últimos rayos del sol.

—¿Cómo estás? —preguntó mamá, dándome la espalda mientras fregaba.

—Bien —respondí por costumbre. Luego, tras un silencio, añadí—: Como si no fuera nada.

Comimos en silencio. Mamá me sirvió demasiado, como siempre. Su cariño estaba en la cucharada de más, en la mirada perdida. Después dudó entre varios cuchillos antes de cortar el pastel, como si de eso dependiera que algún deseo se cumpliera.

—Feliz cumpleaños, hija —susurró, casi con vergüenza.

—Gracias.

—Sigues adelante. Eso es lo importante.

—¿Pero hay que hacerlo siempre? —pregunté sin levantar la vista.

Mamá se giró. Me miró como solo pueden hacerlo quienes conocen el cansancio y el dolor. No había reproche en sus ojos, solo comprensión.

—A veces no, pero aún así lo intentamos.

Después de cenar, salí al balcón. Abajo, los niños gritaban, persiguiendo un balón. En las ventanas de los edificios, se asomaban otras vidas: alguien cocinaba, otro discutía, una radio sonaba a lo lejos. Y en medio de todo ese bullicio ajeno, sentí que algo se derretía dentro de mí, como si el hielo que llevaba años cargando empezara a fundirse, gota a gota.

De vuelta al autobús, rumbo a mi piso, guardé la bolsa del pastel en el bolsillo. El interior olía a abrigos ajenos, goma y frío nocturno. La gente dormitaba, miraba el móvil, se abrazaba. El mundo seguía. Conmigo o sin mí.

En casa, el silencio. Colgué el abrigo, tiré el bolso al sofá y entonces lo vi: una pequeña tarjeta en el suelo, de papel, tangible. En ella, una letra desigual decía: «Haces más de lo que crees. Estás aquí. Feliz cumpleaños».

No había nombre. No reconocí la letra. Pero sonreí, apenas un instante, pero de verdad. Como si alguien me hubiera visto, no la sonrisa falsa, no las palabras vacías, sino a mí. La de cada mañana, la que sigue adelante sin aplausos.

Y de pronto, fue suficiente. Ese gesto, anónimo pero sincero.

¿No es eso la vida? No los fuegos artificiales, ni cien mensajes. Sino ese momento en el que, estando sola, alguien te tiende la mano. Sin palabras. Desde el corazón.

Como si no fuera nada. Y, sin embargo, lo es todo.

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