**Vacaciones con la familia**
Elena se sentó al borde de la cama y miró con cansancio el montón de billetes ordenados sobre la mesa. Durante dos años, ella y su hijo, Santi, habían ahorrado cada céntimo, cada euro, para permitirse algo que parecía casi un sueño: unas vacaciones en la costa. Una casita cerca del mar, pescado fresco en la cena, el sonido de las olas, la brisa del viento y la libertad de las preocupaciones cotidianas. Todo eso era la recompensa a años de esfuerzo, privaciones y pequeños placeres que apenas se permitían.
“Nos lo merecemos”, pensó Elena, observando el dinero. Quería creer que, por fin, la felicidad les sonreiría. Ese verano sería su respiro, su escape de la rutina.
Santi entró en la habitación. A sus diez años, sostenía con curiosidad y emoción unos auriculares nuevos, un regalo de cumpleaños que Elena había comprado pese a los ahorros, solo para verlo sonreír.
—Mamá, ¿estás segura de que es este sitio? —preguntó, sentándose y fijando sus ojos en ella.
—Sí, cariño —respondió con suavidad—. Es tranquilo, la playa es casi virgen y hay un mercado cerca con frutas frescas. ¿Te imaginas tumbarnos al sol? El mar, el aire limpio, sin prisas…
Santi asintió con una sonrisa, pero en su mirada asomó un destello de comprensión. Sabía lo difícil que era para su madre sacar adelante todo sola, cómo ahorraba hasta el último euro. Esas vacaciones eran su sueño compartido, guardado como un tesoro.
En ese momento, sonó el teléfono. En la pantalla apareció el nombre “Antonio”.
—¡Hola, hermanita! —dijo una voz enérgica—. ¿Qué tal? ¿Dónde os vais este verano?
Elena suspiró. Con Antonio siempre habían tenido una relación complicada. Él se creía el más listo, el que mandaba, y no lo ocultaba.
—Al mar con Santi —respondió con cautela—. Queremos alquilar una habitación cerca de la playa, relajarnos un poco.
—¿Para qué gastar dinero? —se burló él—. ¡Tenemos una casa en la costa! Venid. Aire limpio, fruta del huerto, tranquilidad. Y ahorraréis.
Elena dudó. Antonio siempre parecía saberlo todo mejor. Pero Santi, ilusionado, vio la oportunidad de estar con la familia.
—¡Mamá, es una casa entera en la playa! —dijo esperanzado—. ¡Vamos a lo de tío Antonio! Y guardamos el dinero para otra vez.
Elena asintió, aunque con reservas.
—Vale —aceptó—. Iremos.
Antonio los recibió en la estación con una sonrisa y un abrazo exagerado.
—¡Por fin! ¡Cuánto tiempo sin vernos! —exclamó, apretando a Elena—. Vamos, ya tenemos la mesa preparada.
Irene, su mujer, estaba junto a su hija pequeña, la pequeña Lucía de tres años, que les saludaba con entusiasmo.
—¡Qué alegría veros! —gritó Irene, abrazando a Elena.
La casa era acogedora: madera vieja, sillas de mimbre en el porche, un columpio bajo un manzano y una hamaca que se mecía con el viento. La playa estaba a solo quince minutos, por un sendero lleno de flores silvestres. Los primeros días fueron un cuento: sol, baños en el mar, tartas recién hechas y fresas del huerto.
Elena observaba a Santi correr con Lucía, coger manzanas y dar migas a los patos del estanque cercano. Por primera vez en mucho tiempo, su corazón se sintió ligero.
Pero al tercer día, todo cambió. Durante el desayuno, Antonio se dirigió a ella:
—Elena, ¿sabes cocinar, no? ¿Podrías hacer una sopa para comer? Irene está agotada con Lucía.
Elena, sorprendida, asintió.
—Claro, no hay problema.
Por la noche, tras la cena, Antonio pidió ayuda para fregar.
—Elena, estamos reventados. ¿Te importa?
—Vale… —respondió ella, conteniendo su desconcierto.
Al cuarto día, le dieron a Santi una cesta.
—Llévala y recoge frambuesas. A todos nos gustan los pasteles.
—Pero quería ir a la playa… —murmuró él, desanimado.
—Primero las obligaciones, luego el ocio —cortó Antonio.
Los encargos aumentaron. Elena limpiaba, cuidaba a Lucía mientras Irene hacía recados. Santi arrancaba malas hierbas y acarreaba agua del pozo. Lo que empezó como ayuda se convirtió en una carga. No era el descanso que habían soñado.
Una tarde, Santi regresó del huerto con las manos arañadas. Se sentó en el porche y miró a su madre.
—Mamá —susurró—, ¿por qué no podemos ir a la playa sin hacer todo esto?
Elena apretó los labios para no llorar. La injusticia la ahogaba.
—Todo irá bien, ya descansaremos —mintió, pero la angustia crecía dentro de ella.
Al día siguiente, habló con Antonio.
—Antonio, vinimos a disfrutar del mar.
Él frunció el ceño.
—¿No lo entiendes? Hay mucho trabajo. Si os vais, ¿quién cuidará de Lucía y el huerto? Ah, y necesito parte del dinero que ahorrasteis. Hay que cambiar las ventanas.
—¡No! ¡Es nuestro dinero! —gritó Elena.
—Aquí coméis y vivís gratis —replicó él—. Es justo que contribuyáis.
Elena se levantó, furiosa.
—Nos vamos mañana.
Antonio se rio.
—Difícil. El dinero de tu cartera ya es mío. Podéis ir a la playa por la mañana, pero al atardecer, todo estará hecho. La lista está en la nevera.
Santi, incrédulo, miraba a su tío.
Esa noche, Elena no pudo dormir. La luna iluminaba la habitación, que parecía encogerse. Tomó el teléfono y escribió a su exmarido:
“Pablo, perdona por molestar. Necesitamos ayuda. Antonio nos retiene, nos quitó el dinero”.
La respuesta fue rápida:
“Estaré allí por la mañana. Aguanta”.
Al amanecer, un todoterreno aparcó frente a la casa. Pablo bajó.
—¿Dónde está Antonio?
—¿Qué haces aquí? —gruñó su cuñado.
—Vengo por mi hijo. Nos vamos.
—¡Esta es mi casa! ¡Y yo decido!
—Y ellos son mi familia. ¿El dinero?
—Lo tomé por vuestra estancia.
Pablo mostró su placa de policía. Antonio, con los puños apretados, tiró los billetes al suelo.
—Largo de aquí.
Recogieron sus cosas y se marcharon. Pablo los llevó a un hostal cerca del mar.
—Gracias —dijo Elena.
—Pensad mejor las cosas la próxima vez.
Horas después, estaban en una playa desierta. El viento jugaba con sus cabellos, las olas rompían suavemente.
—Mamá —dijo Santi—, ¿por qué tío Antonio nos trató así?
Elena lo abrazó, sin respuesta.
—Quizá porque no todos saben lo que es la hospitalidad y la honestidad.
—No volvamos.
—No volveremos —asintió, sintiendo al fin paz.
A veces, lo barato sale caro. Y lo gratuito, como el queso en la ratonera, también en casa de la familia.
*Lección aprendida: Nunca confíes en quien pone condiciones a la generosidad. La familia debe ser refugio, no trampa.*