«Vacaciones en Casa de la Suegra Desatan una Pequeña Revolución»

«Las vacaciones» en casa de mi suegra terminaron en una pequeña revolución

Me llamo Ana. Tengo treinta y cinco años, estoy casada con Nicolás y tenemos dos hijos. Siempre he sido activa e inquieta—desde el jardín de infancia intentaba organizar ejercicios para todo el grupo, en el colegio era la delegada y el alma de la fiesta, y en la universidad, la animadora de todos los eventos. Mi energía, parece, me la transmitió mi abuela, a la que visitaba cada verano en su pueblo. Amaba la vida rural y nunca le tuve miedo al trabajo.

Así conocí a Nicolás: organicé una limpieza en el parque de la ciudad y él fue uno de los pocos que acudió a ayudar. Juntos recogimos basura, charlamos y luego fuimos al cine. Así comenzó todo. Un año después, me pidió matrimonio y acepté con alegría.

Al principio vivimos con mis padres, luego ahorramos para una hipoteca. Nació nuestro hijo, idéntico a su padre, y dos años después, nuestra hija. Nicolás trabajaba sin descanso, pero siempre encontraba tiempo para ayudar en casa, nunca se quejó del cansancio. En cambio, yo empecé a agotarme. La maternidad no solo es alegría, sino también noches en vela, fatiga crónica y preocupaciones. Mi marido notó mi agotamiento y me sugirió que los niños y yo fuéramos a descansar a casa de su madre en el campo. Inocente de mí, me alegré: recordé lo bien que lo pasaba con mi abuela. Esperaba recuperarme un poco.

Nicolás nos llevó, mi suegra nos recibió con pan y sal, incluso puso la mesa. Los niños se durmieron en el porche, y a mí me preparó la cama en la habitación de su hijo. Parecía la noche perfecta. Pero al amanecer, un grito me despertó:

—¿Durmiendo, señorita? ¡Levántate! ¡Las vacas no se ordeñan solas!

Miré el móvil: las 5 de la mañana. Me costó salir de la cama. Quería lavarme la cara, pero mi suegra me regañó:

—¡Ya te lavarás después, igual acabarás sucia!

No dije nada, me cambié y fui al establo. Refunfuñaba todo el camino, llamándome “urbanita” y “inútil”, pero cuando agarré el cubo y ordeñé mejor que ella, se calló. Luego alimenté a los animales, me lavé las manos y me acerqué a ella:

—No me niego a ayudar. Pero déjeme hacer las cosas a mi manera.

—Hazlo, si sabes cómo— refunfuñó.

Y me puse manos a la obra. Arreglé el huerto, remové la tierra, pinté la valla, organicé la venta de leche y verduras a los vecinos, construí un compostero y hasta empecé a instalar tuberías—el baño del patio necesitaba urgentemente una reforma. Cuando cavamos el hoyo, mi suegra exclamó:

—¿Y esto qué es?

—Madre, usted misma se quejaba de que el agua apenas salía. Ahora tendrá alcantarillado.

No pudo aguantar más y llamó a su hijo a escondidas:

—Nicolás, ven a buscar a tu mujer. ¡No me deja en paz!

—¿Qué pasa?

—Cuando vengas, lo verás.

Al entrar, escondió el móvil y murmuró:

—Estaba rezando, hija…

—Bien. Pero luego esterilizaremos los tarros. Ya recogí los pepinos, haremos conservas. Mañana, las cerezas; después, las manzanas. Ya hablé con el vecino.

Mi suegra solo suspiró. Y yo, con renovadas energías, seguí mejorando la casa.

A final de semana llegó Nicolás. Su madre corrió hacia él:

—¡Llévatela! ¡No aguanto más! ¡Es como un motor, no para de moverse! ¡Ya no descanso, sino que pido ayuda yo!

Nicolás solo se encogió de hombros:

—Madre, querías una ayudante. Pues ya la tienes.

Al marcharnos, mi suegra hasta lloró—no de tristeza, más bien de agotamiento. Le prometí volver el próximo fin de semana.

—No hace falta que te apures— gruñó, cerrando la puerta del coche.

Luego, pensando que nadie la oía, se volvió hacia la casa y murmuró:

—Preferiría que viese la tele, como todas las nueras normales…

Pero, pese a todo, sabía que ahora me respetaba. Y quizás, incluso, me temía un poco.

Moraleja: A veces, la mejor manera de ganar respeto no es adaptarse, sino demostrar que el cambio puede ser bueno, incluso para quienes al principio se resisten.

Rate article
MagistrUm
«Vacaciones en Casa de la Suegra Desatan una Pequeña Revolución»