Ustedes ya se las arreglarán de alguna manera

No, Irene, no cuentes conmigo. Te casaste, así que ahora quédate con tu marido, no conmigo. No necesito a un extraño en mi casa dijo Carmen con firmeza.

Irene tragó saliva con fuerza, apretando el teléfono. Un nudo le cerró la garganta. No esperaba un rechazo tan frío.

Mamá Él no es un extraño. Es mi esposo, tu yerno. No te pedimos que nos compres un piso, solo que nos dejes quedarnos un tiempo mientras ahorramos para la entrada.

Se escuchó una risa corta, cargada de irritación.

Ya sé cómo acaban estas cosas. Si los dejo quedarse, después no los echo. Primero es la entrada, luego la reforma, y luego cualquier otra excusa. Y yo necesito tranquilidad. No, Irene, no te ofendas, pero tu padre y yo lo hicimos todo solos, sin molestar a nadie. Ustedes también pueden apañárselas.

¿Cómo vamos a apañarnos? insistió Irene. Sabes que los dos trabajamos y ahorramos en todo. Pero casi todo el dinero se nos va en el alquiler. Con los precios como están, tardaremos años en juntar algo decente.

¿Y a quién le sobra ahora? la voz de Carmen se volvió más cortante. Tu padre y yo nunca vivimos con nuestros padres. Lo pasamos todo solos y nunca nos quejamos.

Siempre lo mismo Mamá, por favor, no me cuentes eso. ¡Yo lo recuerdo todo! Recuerdo cómo la abuela os ayudó.

No compares, fue diferente. La abuela ayudó porque quiso y pudo. Nosotros no le pedimos nada. Yo me gané este piso con el sudor de mi frente

Y yo no te pedí que me trajeras al mundo sin nada soltó Irene antes de colgar.

El enfuego la quemaba por dentro. Sabía que su madre tenía derecho a negarse, pero el tono, la frialdad Como si hubiera construido un imperio y ahora Irene, la ingrata, quisiera aprovecharse. Pero no era así.

Cuando Carmen supo que estaba embarazada, ni siquiera estaba casada. Alejandro, el padre de Irene, era irresponsable, más interesado en divertirse que en asumir obligaciones. Su madre, igual, divorciada y siempre buscando algo mejor. Por eso, Carmen recurrió a la única persona que podía ayudarla: la abuela de Alejandro, Leonor.

Leonor, al enterarse, lloró de alegría, la abrazó y le prometió su apoyo.

Tranquila, cariño, ten al niño. Ya hablaré con ese holgazán de Alejandro le aseguró. Y si las cosas son así, quizá os deje mi casita. Yo me iré con mi hija. Me cuesta vivir sola, y a Ana le vendrá bien ayuda. Así vosotros tendréis dónde criar al bebé.

¿En serio, Leonor? Carmen no podía creerlo. ¡Es toda una casa!

No me la llevaré al otro mundo. Yo no fui feliz, pero quiero que tú lo seas susurró la anciana.

Leonor cumplió su palabra e incluso hizo más. Puso la casa a nombre de Carmen, desconfiando de su nieto. Carmen, por su parte, la vendió y compró un piso de dos habitaciones.

Con el nacimiento de Irene, nada cambió. Alejandro siguió siendo infiel, y su única contribución era un sueldo que a menudo no llegaba entero.

Carmen lo sabía, pero aguantó. Se quejaba, lloraba, pero no lo echó.

Los niños necesitan una familia completa le decía a su madre cuando esta le sugería divorciarse. Cuando Irene cumpla dieciocho, me iré.

Pero Irene no estaba de acuerdo. Prefería crecer con una madre soltera y madurar rápido, antes que ser testigo de peleas constantes y tener que separar a sus padres.

Carmen aguantó hasta que Irene cumplió la mayoría de edad y, como prometió, se divorció. Irene respiró aliviada demasiado pronto.

Ahora somos nosotras dos. Ya eres una mujer, así que compartiremos los gastos anunció Carmen. Este mes descansa, pero a partir del que viene, mitad en la comida y la comunidad.

Irene estudiaba a tiempo completo y el anuncio la aterró. Su beca era una miseria, insuficiente hasta para pan. Pero su madre nunca renunció a comer carne, pescado o verduras. Intentó negociar compras separadas, pero fue inútil.

Ningún trabajo de medio tiempo pagaba lo que su madre le exigía. Tuvo que dejar los estudios y trabajar a jornada completa.

Seis meses después, abandonó la universidad. Podría haber seguido a distancia, pero sabía que ni siquiera eso podría compaginar. Y, además, ¿qué empleador querría a una estudiante?

Esa decisión aún la persigue. En cualquier trabajo, prefieren a alguien con título. Incluso para reponedora.

Al principio se culpó, pero luego, al hablar con amigos, entendió: nunca le dieron un buen comienzo.

Su madre reaccionó con indiferencia.

Pues no era lo tuyo dijo simplemente.

Desde entonces, vivieron como compañeras de piso. Sin peleas, pero sin cariño.

Pasaron diez años. Irene se casó con Adrián. Vivían en un piso pequeño en las afueras. Él era electricista, un trabajo necesario pero mal pagado. Los extras apenas cubrían gastos imprevistos: zapatos, dentista, facturas. Ahorrar era casi imposible.

Si seguimos así, tardaremos una década en juntar algo suspiró Adrián, mirando el saldo en su móvil.

Entonces, Irene pensó en hablar con su madre. Tenía un piso con una habitación libre.

Pero Carmen no tenía intención de acogerlos. Y menos con un “extraño”.

No sabía cómo reaccionar. Entendía que la vida de su madre no era fácil, pero el dolor persistía. Tanto esfuerzo, tanta lucha, y al pedir un mínimo apoyo, solo recibía frialdad.

Bueno, si era así, tendrían que arreglárselas. Aún tenía un as bajo la manga: la casita de campo que casi había olvidado.

Tú ya tienes lo tuyo, Carmen. Que Irene también tenga algo había dicho su abuela materna años atrás.

Cuando la abuela murió, Irene tenía doce años. Carmen se encargó de la casa: plantaba, arreglaba, discutía con vecinos. Irene nunca reclamó su derecho. Era absurdo. Todo lo que salía de allí iba a la familia.

Pero si su madre presumía de independencia, ¿por qué no seguir su ejemplo?

Dos días después, llamó de nuevo, con otro tono.

Mamá, llamaba para avisarte. Por favor, recoge tus cosas de la casita. La vamos a alquilar.

Silencio. Una risa seca.

¿Alquilar? ¿Y quién va a quererla?

Eso ya no es asunto tuyo. Total, está ahí sin uso, solo pagando impuestos.

¿Que no es asunto mío? ¡Si no fuera por mí, se habría venido abajo! ¡Yo la cuidé todos estos años, puse dinero, arreglé el tejado Tú no moviste un dedo!

Nadie te lo pidió. Lo hiciste porque quisiste la interrumpió Irene. O recoges tus cosas, o la alquilo con ellas dentro.

Bueno, ya veremos cómo te va

Carmen colgó. Irene tardó en recuperarse. El corazón le latía con fuerza, pero por primera vez había hablado como una igual. Como una adulta.

Las palabras de su madre fueron proféticas. Nadie quería alquilar la casita.

Solo nos queda venderla o mudarnos allí dijo Adrián.

Así que Irene la puso en venta. Le dolía. No la casa, sino los recuerdos: veranos, manzanas, mermeladas de la abuela Pero la vida seguía. Y sabía que su abuela habría aprobado la decisión.

Un día, sonó el teléfono. Una voz desconocida preguntó

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Ustedes ya se las arreglarán de alguna manera