«Disfruta, mientras nosotros nos ahogamos en deudas»: mi pensión, mi familia, mis angustias
Las palabras de Almudena retumban en mi cabeza como un trueno inesperado en día soleado. Estoy sentada en el sofá de nuestro pequeño piso en Granada, el sol se cuela por los persianas y acaricia los cuadros familiares que cuelgan en la pared. Mi marido Antonio hojea el diario El País, sin sospechar la tormenta que se avecina sobre mí. Apretó el móvil, mis dedos tiemblan.
Almudena, ¿qué dices? susurro, intentando no dejar entrever el miedo que aprieta mi estómago.
Al otro lado del hilo solo escucho su respiración pesada. Mamá, ya no podemos seguir así. Las facturas se disparan, la matrícula de Mateo cuesta demasiado, y Marcos y yo trabajamos como locos, pero nunca es suficiente. Y tú siempre estás fuera, de fin de semana en el balneario, almorzando fuera de casa
Siento que me falta el aire. Miro a Antonio, que levanta la vista del periódico y me observa preocupado. ¿Qué pasa? pregunta en tono bajo.
No respondo de inmediato. Dentro de mí se libra una feroz batalla entre el deseo de ayudar a mi hija y la necesidad por fin de pensar en mí. Después de cuarenta años de jornadas hospitalarias y noches en vela, intentando cuadrar los gastos, ahora que la pensión nos permite algunos pequeños lujos, ¿debo renunciar a ellos?
Almudena, sabes que si podemos ayudarte, lo haremos interrumpe ella, su voz se quiebra.
Mamá, no se trata solo del dinero. Me siento sola. Necesito más tiempo, más presencia y parece que tú sigues avanzando insiste.
Me quedo callada. El peso de sus palabras me oprime el pecho. Antonio me toma de la mano, busca mi mirada. Dile que mañana vamos a ir a su casa me susurra.
Asiento lentamente. Almudena, iremos mañana a comer. Hablemos con calma.
Ella suspira, casi aliviada. De acuerdo. Gracias.
Al colgar el teléfono, el vacío me invade. Antonio me abraza con fuerza. Es injusto me murmura al oído. Hemos dado todo. ¿Ahora ya no podemos disfrutar de la vida?
Me alejo un poco y me pierdo en sus ojos azules salpicados de manchas de edad. Tal vez hemos fallado en algo
Él niega con la cabeza. Cumplimos con nuestro deber.
Esa noche no consigo dormir. Revivo la infancia de Almudena: corríamos por el parque, hacíamos los deberes juntos en la mesa de la cocina, reíamos en los veranos de playa, con poco dinero pero mucha felicidad. ¿Cuándo empezó a sentir que ya no éramos suficientes? ¿Cuándo dejé de ser su refugio?
Al día siguiente llegamos a su casa con un bizcocho casero y una sonrisa forzada. Almudena nos recibe con lágrimas en los ojos, y Marcos aprieta nuestras manos en silencio. Mateo corre hacia nosotros: ¡Abuela! ¡Abuelo!
Durante la comida el ambiente es tenso. Marcos habla poco, y Almudena intenta ser cortés, aunque de vez en cuando lanza miradas reprochadoras.
En un momento Marcos estalla: No queremos su dinero, pero daremos lo que nos falta de comprensión. Parece que todo recae sobre nuestros hombros.
Antonio se queda helado: Siempre estuvimos allí, pero ahora también necesitamos pensar en nosotros.
Almudena se levanta: ¿Por qué, cuando pedimos ayuda, parece una carga para vosotros? ¿No veis que estamos exhaustos?
Me siento desgarrada por todos los lados. Quisiera gritar que yo también estoy cansada, que merezco un poco de paz después de una vida de sacrificio. Pero veo la desesperación en los ojos de mi hija y mi corazón se parte.
Quizá hemos creado la impresión de que ya no nos importa digo en voz baja. Pero no es así. Simplemente queremos respirar un poco.
La comida termina en silencio. Volvemos a casa con una sensación de derrota.
En los días siguientes Antonio se encierra en sí mismo. Ya no habla de nuestros planes de jubilación, ni propone viajes o cenas fuera. Yo paso los días pensando en cómo ayudar a Almudena sin perderme por completo.
Una tarde me llama mi hermana Lucía, que vive en Salamanca.
Me ha dicho Almudena que estás en crisis dice al grano.
No sé qué hacer confieso entre sollozos. Me siento egoísta al pensar en mí, pero si renuncio a todo por ellos siento que muero.
Lucía suspira: En España siempre se espera que los padres estén siempre disponibles, aunque estén agotados. Pero, ¿quién piensa en ti?
Me quedo callada.
Habla con Antonio continúa Lucía. Y, sobre todo, conversa con Almudena como madre con hija, no como un cajero automático.
Sus palabras se quedan conmigo.
Al día siguiente invito a Almudena a tomar un café en el bar de la esquina. Llega agotada, con los ojos cansados.
Mamá, perdona el otro día dice al instante.
Le tomo la mano: Almudena, te quiero más que a la propia vida. Pero también soy una persona. Necesito sentirme viva, no solo útil.
Ella baja la mirada: Lo sé a veces parece demasiado.
Te entiendo respondo con suavidad. Tenemos que encontrar equilibrio. No siempre podré resolver tus problemas, pero estaré a tu lado como madre.
Hablamos largo y tendido, entre lágrimas y nuevas sonrisasí.
Al volver a casa siento el peso en el pecho más liviano, pero aún me ronda la duda: ¿dónde termina el deber filial y dónde empieza el derecho a la felicidad?
A veces me pregunto: ¿es realmente egoísta desear un poco de tranquilidad tras una vida de entrega? ¿O es simplemente miedo a perder la utilidad que nos han asignado?
¿Y tú? ¿Crees que la pensión es solo para los padres o para toda la familia?






