«Disfruta tú, que nos ahogamos en deudas»: mi pensión, mi familia, mis agobios
Las palabras de Aroa me retumban en la cabeza como un trueno inesperado en un día soleado. Estoy en el sofá de nuestro pequeño piso en Salamanca, la luz se cuela por la ventana y acaricia los cuadros familiares que cuelgan de la pared. Pablo, mi marido, hojea el diario sin sospechar la tormenta que se avecina sobre mí. Aprieto el móvil, mis dedos tiemblanco.
«Aroa, ¿qué dices?», susurro intentando no dejar entrever el miedo que aprieta mi estómago.
Al otro lado del hilo solo escucho su respiración pesada. «Mamá, ya no podemos seguir así. Las facturas se disparan, los estudios de Mateo cuestan un dineral, y Marcos y yo trabajamos como locos, pero nunca es suficiente. Y tú siempre estás de excursión, te pasas los fines de semana en el balneario, comes fuera de casa»
Me falta el aire. Miro a Pablo, que levanta la vista del periódico y me mira preocupado. «¿Qué pasa?», pregunta en voz baja.
No respondo al instante. Dentro de mí se libra una batalla feroz entre la voluntad de ayudar a mi hija y la necesidad por fin de pensar un poco en mí misma. Después de cuarenta años de turnos hospitalarios y noches en vela, intentando estirar los últimos euros, ahora que la pensión nos permite algunos pequeños lujos, ¿debo renunciar a ellos?
«Aroa, sabes que si podemos echarte una mano, lo haremos», comienza a decir.
Ella me corta, su voz se quiebra: «Mamá, no es solo el dinero. Me siento sola. Necesito que estés más, que pases más tiempo conmigo y sin embargo, parece que siempre sigues adelante».
Me quedo callada. Siento el peso de sus palabras oprimir mi pecho. Pablo me aprieta la mano, busca mi mirada. «Dile que mañana vamos a visitarla», murmura.
Asiento despacio. «Aroa, iremos a cenar mañana. Hablemos con calma».
Ella suspira, casi aliviada. «Vale. Gracias».
Cuelo el teléfono y siento un vacío. Pablo me abraza con fuerza. «Es injusto», me susurra al oído. « Les dimos todo. ¿Ahora no podemos ni disfrutar un poco de la vida?»
Me alejo un paso y contemplo sus ojos azules, marcados por pequeñas manchas de la edad. «Quizá hemos fallado en algo»
Él sacude la cabeza. «Hemos cumplido con nuestro deber».
Esa noche no pude conciliar el sueño. Recordé la infancia de Aroa: corríamos por el parque, hacíamos deberes juntos en la mesa de la cocina, reíamos durante los veranos, con poco dinero pero mucha felicidad. ¿Cuándo empezó a sentir que ya no éramos suficientes? ¿Cuándo dejé de ser su refugio?
Al día siguiente llegamos a su casa con un pastel casero y una sonrisa forzada. Aroa nos recibe con lágrimas en los ojos, y Marcos aprieta nuestras manos en silencio. Mateo corre hacia nosotros: «¡Abuela! ¡Abuelo!»
Durante la comida el ambiente está tenso. Marcos habla poco, y Aroa intenta ser cortés, pero de vez en cuando lanza miradas reprochadoras.
En un momento, Marcos suelta: «No necesitamos vuestro dinero, pero sí un poco de comprensión. Parece que todo recae sobre nosotros».
Pablo se queda paralizado: «Siempre hemos estado ahí. Pero ahora también tenemos que pensar en nosotros».
Aroa se levanta: «¿Por qué, cuando pedimos ayuda, parece una carga? ¿No ves que estamos agotados?»
Me siento atrapada por todos los lados. Me dan ganas de gritar que yo también estoy cansada, que merezco un respiro después de una vida de sacrificios. Pero veo la desesperación en los ojos de mi hija y mi corazón se parte.
«Tal vez hemos dado la impresión de que ya nos da igual», susurro. «Pero no es así. Solo solo queremos respirar un poco».
La comida termina en silencio. Volvemos a casa con una sensación de derrota.
En los días siguientes Pablo se encierra en sí mismo. Ya no habla de planes para la tercera edad, ni propone viajes o cenas fuera. Yo paso los días pensando en cómo ayudar a Aroa sin perderme por completo.
Una tarde me llama mi hermana Lucía, que vive en Burgos.
«Me ha dicho Aroa que estás en crisis», dice al grano.
«No sé qué hacer», confieso entre sollozos. « Me siento egoísta cuando pienso en mí, pero si renuncio a todo por ellos, siento que me muero».
Lucía suspira: «En España siempre se espera que los padres estén disponibles, aunque estén muertos de cansancio. Pero, ¿quién piensa en ti?»
Me quedo callada.
«Habla de esto con Pablo», prosigue Lucía. «Y, sobre todo, conversa con Aroa como madre con hija, no como cajero automático».
Sus palabras se quedan conmigo.
Al día siguiente invito a Aroaé a tomar un café en el bar de la esquina. Llega con la mirada cansada.
«Mamá, perdona lo de ayer», dice de inmediato.
Le tomo la mano: «Aroa, te quiero más que a la propia vida. Pero también soy una persona. Necesito sentirme viva, no solo útil».
Ella mira al suelo: «Lo sé a veces todo se vuelve demasiado».
«Te entiendo», respondo suavemente. «Tenemos que encontrar un equilibrio. No siempre voy a ser la solución a tus problemas, pero estaré contigo como madre».
Charlamos largo y tendido, entre lágrimas y sonrisas recién nacidas.
Al volver a casa siento el peso en el pecho más ligero, pero sigue la pregunta que me atormenta: ¿dónde termina el deber de los padres y empieza el derecho a ser feliz?
A veces me pregunto si es realmente egoísta querer un poco de paz después de una vida de entrega. ¿O será sólo el miedo a perder nuestra utilidad?
¿Y tú? ¿Crees que la pensión corresponde solo a los padres o a toda la familia?