Una Alianza Inesperada: Cómo el Yerno y la Suegra se Convirtieron en Equipo
Isabel Martínez metió con cuidado en su bolsa de cuadros patatas caseras, encurtidos y un par de tarros de mermelada antes de salir hacia la casa de su hija y su yerno. «Elena, ya estoy en el tren. Que Víctor me recoja en la estación, la bolsa pesa mucho», le dijo por teléfono. «Claro, mamá, ahí estaremos», respondió Elena. A la mañana siguiente, al pisar el andén, Isabel escuchó: «¡Mamá, aquí!». Se giró… y se quedó muda. Junto a su hija embarazada había un hombre joven y bien arreglado que, desde luego, no era aquel camionero desaliñado y hosco al que nunca logró entender.
Y eso que Víctor nunca tuvo prisa por casarse. A los treinta y siete, seguía soltero y repetía a sus amigos en las excursiones de pesca que aún no había encontrado a la mujer que «le encendiera la chispa». Unos le envidiaban: «Sin mujer, sin problemas». Otros suspiraban: «Pero qué bien se está cuando te esperan en casa». Él bromeaba diciendo que, al menos, tenía una ventaja: no tenía suegra.
Hasta que, de repente, cayó el rayo. En una gasolinera, la vio a Ella. Elena. La joven de ojos azules y con un gafete en el pecho parecía salida de sus sueños. Le sonrió… y ese fue su fin. Al día siguiente, aparcó con su todoterreno, escondió un ramo de flores detrás de la espalda y, temblando, dijo: «Hola, Elena… ¿Te apetece ir a tomar algo?».
Desde entonces, todo fue un torbellino. Boda, y Víctor, por primera vez en años, corría hacia casa en lugar de a un hotel. Volvía de sus rutas como si flotara. Por primera vez, se sintió no solo un hombre, sino un esposo. Y luego… un futuro padre. Todo iba maravillosamente… hasta que conoció a la suegra.
Isabel no era de las que se intimidaban: una mujer culta, de modales fríos y educación estricta. En su primer encuentro, recibió a su yerno con cortesía glacial. Cuando él, con cariño, la llamó «mi segunda madre», ella replicó: «¿A santo de qué cree que soy su madre?».
Él no se ofendió. Simplemente, entendió que tendría que ganarse su confianza.
Pasó un año. Elena estaba en el último trimestre. Víctor regresó de un viaje, y su esposa lo miró preocupada: «Mamá viene a quedarse unos días…». «¡Ah! ¿Y yo que pensaba que era algo grave?», rió él. «Si viene la suegra, pues bien. Aunque…», se rascó la barba con fastidio.
«Aunque…», continuó Elena, «córtate el pelo y afeítate. A mamá no le gusta que parezcas un abuelo». «¿Y a ti?». «A mí me encanta, pero mamá es mamá…».
Y Víctor obedeció. Se cortó el pelo, se afeitó, se miró al espejo… y casi no se reconoció. En la estación, Isabel casi tropieza: frente a ella no estaba el camionero barbudo, sino un hombre pulcro y rejuvenecido. Una sonrisa cálida y sorprendida asomó a su rostro. Y Víctor se dio cuenta de que… en realidad, estaba contento de verla. Algo había cambiado en ella. Y, quizás, también en él.
En la cena, se escapó al cuarto: empezaba un partido. Lo puso bajo para no molestar. De pronto, una voz detrás de él: «¡Víctor, súbele el volumen! A mí también me gusta el fútbol. ¡Y el baloncesto!».
Se volvió. Isabel estaba allí, con genuino interés. Mientras animaban juntos al mismo equipo, él supo que esta visita sería diferente.
Al día siguiente, se prepararon para ir de pesca. Tienda de campaña, cañas, provisiones. Isabel preguntó: «¿Vais a pescar? ¡Pues yo me apunto! Llevad mi tienda, que hasta os hago una sopa de pescado, ¡veréis qué bien!».
En el campo, la suegra era otra: fogata, leña, hasta improvisó una mesa con troncos. Reía, bromeaba, parecía veinte años más joven. La sopa que preparó era tan buena que Víctor repitió tres veces. Y de pronto, ya se trataban de «tú». Hasta bromeaban con que, si Elena llegaba a ser como su madre de mayor, él sería el hombre más feliz.
Isabel abrazó a su hija y susurró: «Qué suerte tengo de teneros…».
Y en ese instante, Víctor comprendió: ningún Mundial de fútbol se compararía con esto, con lo suyo, con lo verdadero.