Unidos en uno

**Una Sola Pieza**

Hay quien duda de estas cosas en la vida, y quien está convencido de que existen dos mitades que se encuentran y forman una sola pieza. Nada, absolutamente nada, puede separarlas, excepto la muerte, eso es innegable.

Existen conceptos hermosos: amor, lealtad, atención, fidelidad. Son sentimientos que reinan en familias que se aman, en las verdaderas familias. Donde marido y mujer son una sola pieza.

Así vivían Lucía y Javier. Se casaron por amor verdadero, y desde el primer día se apoyaron y cuidaron mutuamente.

—Lucía, miro cómo son tú y Javier, como si estuvieran hechos el uno para el otro, hasta se parecen —se reía su amiga Carmen.

—Es que somos dos mitades de una misma pieza —respondía Lucía, riendo también, aunque sin darle demasiada importancia a sus palabras.

—Qué suerte tienes con tu marido. Ojalá yo encontrara uno así.

—Lo encontrarás, con paciencia y esfuerzo —le decía Lucía.

Pasaron los años. Lucía y Javier tuvieron dos hijos, criados con amor y cariño. Javier jamás alzó la voz ni contra su esposa ni contra los niños. Lucía era la calma misma. Su familia era sólida, llena de bondad. Iban juntos de vacaciones, compartían cada momento. Nadie podía decir nada malo de ellos.

Javier trabajaba como jefe de departamento en una constructora, y Lucía daba clases de historia en un instituto. Los niños estudiaban bien y practicaban deporte. El mayor terminó el bachillerato y entró en la universidad; el pequeño aún cursaba segundo.

Un día, Javier llegó del trabajo y se tumbó en el sofá en silencio. No se sentía bien, pero no quiso preocupar a Lucía. Sin embargo, ella lo notó al instante: Javier nunca se acostaba al volver.

—Javi, ¿qué te pasa? ¿Estás mal? —preguntó, alarmada.

—Sí, algo de debilidad. No te preocupes, se me pasará. No es la primera vez…

—¿Cómo? ¿Ya te ha pasado antes? —se sorprendió Lucía.

—En el trabajo una vez, pero se me quitó. Ahora descansaré un rato.

Lucía preparó la cena y lo llamó, pero él no quiso comer.

—Tú cena, yo no tengo hambre.

Lucía comió sin apetito. Se preguntaba qué le pasaba a Javier, él nunca se quejaba de su salud.

—No es edad para sentirse así, solo tiene cuarenta y tres años. Está en plenitud. Hay que llevarlo al médico —pensó, sentada sola en la cocina.

Javier también reflexionaba:

—No entiendo qué me pasa. Soy un hombre sano, pero esta debilidad me vence. No quiero que Lucía sufra. Bueno, quizá descansando se me pase.

Por la mañana, Javier parecía recuperado. Desayunaron y cada uno se fue a su trabajo: él a la obra, ella al instituto. Con el tiempo, Lucía notó que Javier había adelgazado.

—Javi, ¿te encuentras bien?

—Sí, aunque a veces me canso…

—Pues mañana te pido cita con el médico y vamos juntos. Esto no son tonterías. A tu edad, con esa debilidad, hay que revisarte. Tengo el corazón intranquilo —dijo ella esa noche.

Cuando Lucía supo el diagnóstico, no quiso creerlo.

—Doctor, ¿no podría ser un error?

—No hay error. Su marido ha pasado por todas las pruebas. Tiene cáncer, pero no está en fase terminal. Hay que luchar. Él no debe rendirse, y usted tampoco. Hay que esperar lo mejor.

En casa, Lucía se encerró en el baño. No quería que Javier viera sus lágrimas, pero ya no podía contenerlas. Abrió el grifo y lloró desconsolada.

—No creo que Javier pueda morir. No quiero creerlo, no lo acepto —pensaba—. Sé lo traicionera que es esta enfermedad. Mi padre también murió por ella. Las medicinas solo dan tiempo, pero luego dejan de hacer efecto.

Salió del baño, lavó los platos. Javier miraba la televisión. Él también sabía lo que tenía, pero no quería hundirse, al menos no delante de Lucía.

Ahora ambos pensaban en lo mismo, pero fingían normalidad, como si todo fuera a solucionarse.

Finalmente, Lucía decidió hablar.

—Javi, dejemos de ocultarnos cosas. Sé que ambos estamos preocupados. Te siento, sé lo que piensas. No lo dejes pasar. Hagamos un trato: tú lucharás. Lucharemos juntos. Sin rendirnos. Si no lo haces, no te lo perdonaré, ¿entendido? ¿Lo prometes?

Lucía recordó todas las dificultades que habían superado. Cuando se quemó su casa y se quedaron sin nada. Cuando sus seres queridos, su cuñado y su cuñada, a quienes consideraban familia, les dieron la espalda, diciendo que cada uno tenía sus problemas. Pero Lucía y Javier salieron adelante.

Ahora le repetía a Javier:

—Llevamos tantos años juntos, y si seguimos así, superaremos esto también.

Ponía ejemplos de cuando todo parecía perdido, y siempre encontraban una salida. ¡Y ahora, cuando todo estaba bien, cuando el pequeño ya estaba en la universidad, Javier quería irse para siempre! No, ella no lo permitiría. Lucharía junto a él. Porque eran una sola pieza.

Por las noches, fingía mirar el portátil, pero en realidad pensaba:

—Ahora que todo va bien, que podemos vivir tranquilos, él quiere irse.

Hablando con Javier, incluso le exigía:

—Javi, lucha. Hay que luchar, no te rindas, espera lo mejor. Combatiremos esta maldita enfermedad juntos. Yo estaré a tu lado, como tu apoyo, tu cuidadora, tu amiga y tu esposa. Quiero que te cures mil veces más de lo que tú mismo lo deseas.

Javier la escuchaba en silencio. Conocía su diagnóstico. Sabía cómo terminaba esto. Pero un día dijo con firmeza:

—Bueno, Lucía, luchemos. Al fin y al cabo, no tengo nada que perder —y sonrió—. No quiero irme y dejarte sola.

Lucía pensó:

—Es la primera señal de que me cree. Cree que juntos somos fuertes. Que superaremos todo lo que se interponga. Nadie ni nada nos separará.

Pasó el tiempo. Lucharon. Lucía lo animaba, y Javier a veces sonreía. Después de más de un año, el médico les dio una buena noticia: Javier estaba mejorando. Se llenó de esperanza, se volvió más alegre, y Lucía también sonreía siempre.

Llegó el día en que el médico declaró que Javier había vencido al cáncer. ¡Qué alegría! Lucía no entendía cómo lo había logrado, aunque lo sospechaba:

—Simplemente no queríamos separarnos. Prometimos estar juntos en las buenas y en las malas, y lo cumplimos. ¡Nuestro amor venció!

Todos se alegraron, incluso Carmen, su amiga, aunque ella tenía sus propios problemas. Su matrimonio con Roberto era bueno, su hija ya era mayor. Lucía siempre le decía:

—Carmen, vosotros también sois dos mitades de una misma pieza. Roberto te es fiel, y tú a él.

Pero un día, Carmen llegó llorando.

—Lucía, Roberto se va con otra —sollozaba.

—¡No puede ser! ¿De qué hablas?

—Me lo ha confesado. Lleva más de un año con ella. ¿Te imaginas? Un año entero, y yo sin enterarme. Creía que me amaba.

Cuando Roberto se marchó, Carmen no gritó ni pataleó. Solo le dijo:

—Roberto, te quiero mucho. No necesito a nadie más. Quizá tú tampoco seas feliz sin mí. Pero sabes que te esperaré…

A Lucía le decía:

—Sé que volverá. Nadie lo puede amar como yo. Y él lo sabe. Somos una sola

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