**18 de mayo, 2024**
*En casa pequeña, no hay disgusto*
—Lucía, vamos, no es para tanto. Haz un hueco. Es tu hermana, al fin y al cabo —dijo mi madre con esa voz de acero que no admitía réplicas.
—¿Qué quieres decir con «hacer un hueco»? Esto es nuestro piso, ¡Antonio y yo vivimos aquí! ¿Dónde va a meterse otra persona? —Lucía apenas contenía la rabia.
—¿Prefieres que duerma en esa residencia llena de borrachos? Un piso no nos lo podemos permitir, ¿has visto los precios? Se acabó: Claudia vivirá con vosotros. Así estaré más tranquila.
—¡Mamá, nunca hablamos de esto!
—Pues ahora lo hablamos. Somos familia, debemos ayudarnos.
—¿Familia? ¿En serio? ¿Y te acuerdas de cuando…?
—No tengo tiempo. Compraré los billetes y te aviso.
El teléneo calló. Lucía se quedó en medio de la cocina, apretando el móvil como si pudiera darle respuestas. No podía creer el descaro de su madre, aunque, pensándolo bien, ¿por qué sorprenderle?
Lucía siempre fue la hija menos querida. Cuando su madre se casó por segunda vez y nació Claudia, a Lucía, con seis años, le tocó crecer de golpe.
—Ya eres mayor, tienes que ayudar con tu hermanita —repetía su madre. Y así, a Lucía le cayó todo: barrer, fregar, cambiar pañales, ir al súper, jugar con Claudia y, más tarde, aprender a cocinar. El padrastro se fue poco después del nacimiento de Claudia, dejándolas a las tres solas.
Su madre adoraba a Claudia. Le daba todo: el mejor caramelo, ropa nueva, en el restaurante pedía lo que Claudia quisiera, en el cine la peli que a ella le gustara. La niña creció mimada, sin responsabilidades.
Claudia dejaba la ropa tirada, nunca limpiaba, solo exigía:
—¡A Ana sus padres le compraron el último iPhone, yo también lo quiero!
—¿Qué cenamos? ¿Otra vez lo de ayer? ¡Pidamos sushi!
—¿Dónde están mis vaqueros favoritos? Lucía, ¿no los has lavado? ¿Que lo haga yo? ¡Pero si no sé!
—¿Limpiar? No, me duele la cabeza. Hazlo tú.
Su madre nunca la reprendía. Cuando Lucía protestaba, recibía la misma cantinela:
—Claudia crece sin padre, es difícil para ella.
—¡Yo también crecí sin padre, mamá!
—Lo sé. Pero tú eres fuerte, Claudia es delicada, como una flor. Necesita más cuidado.
Su madre gastaba todo su sueldo en Claudia, incluso pedía préstamos para sus caprichos. En cambio, si Lucía necesitaba unas zapatillas o un abrigo, su madre le decía que buscara algo en rebajas o de segunda mano. Nunca preguntaba por sus estudios o su vida.
Lucía se hartó de la injusticia y juró salir de casa cuanto antes. Estudió como una posesa, sacó matrículas, dio clases particulares, repartió publicidad, trabajó en una cafetería. Ahorró cada euro en una lata de galletas escondida en el armario.
Un día, tras repartir folletos bajo la lluvia, llegó exhausta. Abrió la lata y, al verla vacía, sintió que el suelo se abría.
—¡Claudia! ¿Has cogido mi dinero?
—¿El qué? —respondió su hermana, mascando patatas.
—¡El de la lata!
—Ah, eso. Sí, lo cogí. Tenía que pagar un envío de ropa y unas zapatillas. Y pedí sushi.
—¡¿Estás loca?! ¡Ese dinero era mío! ¿Quién te dio permiso?
—¿Y qué? Era una miseria. ¿No puedes ayudar a tu hermana?
—¡Si fuera para algo importante, sí! ¡Pero para sushi y ropa, no! ¡Mírame a mí!
—Pues cómprate algo, nadie te lo impide.
Lucía se encerró y lloró de impotencia.
Por la noche, su madre la regañó:
—¿Cómo te atreves a reprocharle el dinero a Claudia? ¡Si lo cogió, es porque lo necesitaba!
—¡Se lo gastó en tonterías!
—¡Qué egoísta eres! ¡Somos familia!
—¿Y ella? ¿No tiene culpa?
—¡Es una niña! Tú eres mayor, deberías entenderlo.
—¿Y quién me entiende a mí?
—¡Basta de lloriqueos! ¡Lava los platos!
Lucía aprobó selectividad y entró en Economía en Madrid. Consiguió una habitación en la residencia y, por fin, respiró. Estudió, salió con amigos, trabajó en una librería. Su infancia la había hecho fuerte.
Su madre y Claudia apenas preguntaban por ella. Solo llamaban para recordarle: «No olvides el cumpleaños de Claudia». Lucía enviaba dinero y se olvidaba.
En cuarto, empezó a trabajar en una gestoría. Su madre, al enterarse, llamaba para sonsacarle dinero. Lucía enviaba algo, pero no mucho: ella y Antonio ahorraban para una hipoteca.
Se casaron y compraron un piso pequeño. Invitaron solo a familiares cercanos. Los padres de Antonio vinieron; su madre y Claudia no:
—¿Para qué ir? Es solo un papel. Ni vestido ni nada. Y los billetes están caros.
—Es mi boda, mamá. Dijiste que somos familia.
—No podemos. Llevo a Claudia a un balneario.
Dos años después, su madre anunció que Claudia viviría con ellos mientras estudiaba. No lo preguntó, lo impuso. No había sitio, ni ganas, pero Lucía sintió ese viejo miedo: si no es aquí, ¿dónde?
Habló con Antonio. Él no quería, pero aceptó que viviera temporalmente.
Claudia llegó y, desde el umbral, soltó:
—Vaya barrio más cutre. ¿No encontrasteis nada mejor?
—Hola —respondió Lucía fría—. Lávate las manos, vamos a comer.
—Vaya piso más pequeño —murmuró Claudia—. Parece una jaula.
—Puedes alquilar un palacio si quieres.
—Dame dinero y lo haré.
—Duermes aquí —señaló Lucía un colchón inflable—. La ropa, en el armario.
—¿En el suelo? Vaya hospitalidad.
—No hay más. Te lo dije.
Con Claudia, Lucía revivió su infancia. Su hermana dejaba todo sucio, no ayudaba, gastaba sin aportar. Su madre solo preguntaba: «¿Qué le has cocinado? ¿No pasa frío en esa cueva?».
Una mañana, Antonio preguntó:
—Lucía, ¿has cogido dinero de la caja? Era para la hipoteca.
—No. ¿Cuánto había?
—Casi tres mil euros.
Lucía lo supo al instante. Entró en la habitación de Claudia:
—¿Has cogido el dinero? ¡Despierta!
—¿Qué? ¡Déjame dormir!
—¡Claudia! ¿Dónde está?
—Lo gasté. El dinero debe usarse, no guardarse.
—¿En qué? ¡Es mucho!
—En un móvil nuevo. El mío era una porquería.
—¡Es un robo!
—No, es de la familia. Mamá siempre dijo que debemos ayudarnos.
Lucía, temblorosa, llamó a su madre.
—Pues si lo cogió, algo necesitaría. Tú puedes permitírtelo.
Esa fue la última vez que hablaron. Esa noche, dejó la maleta de Claudia en el rellano.
—Lárgate. Y no me llames más.
Claudia lloró, suplicó que no tenía dónde ir, pero Lucía cerró la puerta con fuerza.
Y entonces, se rio. Por fin era libre de una familia que nunca la quiso.Finalmente, respiró hondo y supo que, por primera vez en su vida, todo iba a estar bien.