Una semana después de haber despedido a su padre, una mañana, en un sueño confuso, se encontró perdida en el laberinto de los pasillos. Corría sin recordar nada, solo sabía que necesitaba un teléfono con urgencia. Lo necesitaba muchísimo.
Era verano y las amigas Carmen y Amparo habían llegado al mar para disfrutar de las vacaciones tan esperadas. El cuarto era pequeño, pero estaba muy cerca del mar. Pasaban todo el día tomando el sol, su piel ya era de un tono chocolate, y sus ganas de asolearse y tumbarse en la arena seguían aumentando. Al mediodía, el sol ardía despiadadamente y todo a su alrededor parecía derretirse, incluso el aire. Hacía tanto calor como en una sauna y respirar era complicado.
– No aguanto más – dijo Carmen levantándose de la toalla. – Vámonos de aquí. Hace tanto calor que pronto pareceremos galletas.
– Estoy de acuerdo – respondió Amparo y sugirió – Vamos a la cafetería. Allí hace fresco y podemos comer al mismo tiempo, porque ya es hora del almuerzo.
Las amigas se dirigieron a una cafetería local, donde podían sentarse a la sombra y disfrutar de un sabroso tentempié. Una larga fila de gente como ellas esperaba su turno.
Carmen se cubrió la cabeza con un libro, protegiéndose del sol abrasador. Lamentablemente, había olvidado su sombrero en casa, así que entrecerraba los ojos.
– ¿Estás bien? – preguntó Amparo. – Voy a por unos helados. Nos refrescaremos un poco.
– ¿Quieres que vaya contigo? – sugirió Carmen.
– ¡No, de ninguna manera! – rehusó categóricamente. – Mira cuánta gente hay. Nos quitarán el sitio, ¡quédate aquí!
Amparo se alejó y Carmen se aburrió bajo el sol agobiante junto al edificio de cemento caliente. La fila no avanzaba, así que cerró los ojos.
Escuchó un zumbido en los oídos y todo se volvió borroso en su cabeza. Estaba muy lejos en el mar. La orilla no se veía. Flotaba en el agua, pero por alguna razón esta no era salada. Bebió algunos sorbos y enseguida se sintió mejor. En el cielo había un arcoíris enorme y hermoso, y el agua destellaba como un caleidoscopio de gafas multicolores. Todo a su alrededor era muy bello. Ligera como una pluma que se balanceaba sobre las olas, sintió una felicidad… Gente caminaba sobre el arcoíris. Entre ellos vio a su padre, que había fallecido hacía un año. Él se volvió hacia ella y le saludó con una sonrisa.
De repente oyó voces desde arriba.
– ¡Aquí, aquí! – gritaban a coro. – ¡Danos la mano! Levanta esto.
Unas manos la sujetaron y la subieron a un bote. Se sintió descansada, no quería estar en el bote, y las voces se hicieron cada vez más claras, muchas de ellas femeninas.
– ¿Quién tiene amoniaco? – insistían. – ¡Traer más agua!
Carmen recuperó la conciencia y abrió los ojos.
– Uff, amiga mía – suspiró Amparo aliviada. – ¡Me diste un buen susto! ¡Qué miedo pasé!
Carmen se sorprendió y decepcionó al darse cuenta de que estaba sentada en la terraza de la cafetería, no en el mar.
– ¡Fue una insolación, cariño! – murmuró Amparo, agradeciendo a los demás por su ayuda. – Ay, siempre te dije: “Lleva el sombrero, lleva el sombrero!”, y tú me decías: “Sí, claro”. ¡Y mira lo que paso!
Las personas se fueron.
– Amparo – dijo Carmen reflexionando. – Vi a mi padre allí. Ya hace casi un año que no está, pero seguía joven.
Finalmente, las chicas entraron en la cafetería y se sentaron a la mesa. Carmen aún daba vueltas a aquel inesperado encuentro con su padre.
Una semana después de despedirse de su padre, una mañana, en una especie de sueño sin sentido, se encontró corriendo frenéticamente por un laberinto de corredores. Corrió hacia una habitación desconocida. Vio un teléfono antiguo en la pared, desgastado y viejo. Se alegró. Levantó el teléfono y gritó:
– ¡Hola! ¡Hola!
– ¡Tranquila! Carmen, ¿qué pasa? – la voz de su padre resonó en el auricular –. Cálmate y dime. Te ayudaré en lo que pueda.
En vida, su padre no era muy hablador, y cuando quería preguntar algo, siempre comenzaba la conversación con un breve “Bueno”. La chica se alegró de escuchar claramente la voz de su padre con todas las entonaciones familiares. Le contó rápidamente todo: sobre ella, sobre su madre, sobre su prima, su sobrina, que defendió su tesis tres días después de su muerte. Él esperaba ansioso ese día, pero no llegó a verlo.
– Papá, ¿te imaginas? – reía ella. – Como prometió, ¡la defendió con sobresaliente!
Luego se detuvo, como si se hubiera despertado.
– ¡Papá, hola! – gritó al teléfono. – Papá, ya no estás aquí. ¿Cómo puedes estar hablando conmigo?
– A veces – dijo su padre –. Si deseas algo de verdad, puede suceder, hija mía, puede suceder.
Incluso en vida, su padre no creía en estos fenómenos místicos, era un materialista, pero ahora le decía lo contrario. Se despertó y recordó cuando estaba con Amparo en la cafetería. En ese momento, miraba hacia donde el arcoíris se extendía sobre el agua.
Y ahora… todavía tiene la impresión de que su padre está de alguna manera cerca de ella y la apoya cada día.