Una visita especial en un día inolvidable.

**Diario de un hombre**

Hoy fui testigo de algo que me hizo reflexionar. Una mujer, Carmen, fue a casa de su amiga Laura para celebrar su cumpleaños. Se conocían desde la universidad. Todo era maravilloso: un piso amplio, cuatro habitaciones espaciosas y una mesa repleta de manjares en el salón. Jamón ibérico con su grasa veteada, queso manchego curado con sus típicos agujeros, pescado al horno, carne asada en la parrilla—¡habían estrenado el horno nuevo!—, tomates aliñados, ensaladilla rusa… No era una mesa, era un cuadro de bodegón.

Los invitados, familiares y compañeros de trabajo, brindaban con sinceridad. La música sonaba de fondo, suave. Porcelanas decoraban las estanterías, cortinas elegantes en las ventanas, y una alfombra mullida amortiguaba los pasos. Todos comían con gusto. El marido de Laura le regaló un anillo de brillantes—¡cincuenta años no se cumplen todos los días! Los hijos felicitaron a su madre con cariño, el nieto la besó… Había espacio para todos, y todos estaban contentos.

Hasta bailaron. Los anfitriones habían despejado una habitación para ello. Los invitados, animados por la comida y el vino, danzaron al ritmo de canciones de su juventud. Un compañero del marido de la cumpleañera, un hombre simpático, invitó a bailar a Carmen. Ella se sonrojó, se soltó el pelo, y se movió con gracia, como en sus años mozos. Él sonreía, le hacía cumplidos—nada fuera de lugar, solo palabras agradables.

Pero de pronto, Carmen miró el reloj. Tenía que irse. No solo irse, sino correr. Su suegra esperaba: había que darle la medicación, bañarla—su marido solo no podía—, cocinar para el día siguiente. Aunque trabajaba por la tarde, las mañanas estaban llenas de obligaciones. Y el dinero escaseaba. Su marido, tras el cierre de la editorial donde trabajaba, solo tenía un empleo temporal. Había que pagar el préstamo—el negocio de su hijo no había prosperado— y visitar a su nuera en el hospital, donde llevaba dos semanas con el bebé.

La cuidadora se quedaría con su suegra, pero… ¿sabéis cuánto cobra una cuidadora por hora? Exacto. Dinero. Carmen tendría que trabajar esa noche frente al ordenador para pagarla.

Estos pensamientos la asaltaron. Se vistió rápido—nadie la retuvo. La fiesta continuaba. Laura la abrazó al despedirse. Siempre la ayudaba, pero tenía su propia vida, su familia. Carmen debía volver a la suya.

Salió a la calle, donde una lluvia fría la despejó. Por un instante, pensó en volver. Volver al calor, a la mesa llena, a la música, a las sonrisas sinceras. Donde se hablaba de películas, de anécdotas de juventud, donde se bailaba despacio con alguien agradable…

Pero subió al autobús helado. Al llegar a su pequeño piso, el olor a enfermedad la recibió. Por mucho que limpiaran, persistía. Como el de la leche quemada—otra vez se le había pasado la olla. Su marido, agotado, le contó lo que el médico había dicho de su madre… y de él. Había que pedir otra cita, los análisis no eran buenos.

El piso parecía oscuro, estrecho, cargado de pena. Su marido, canoso, parecía un anciano. Una bombilla fundida dejaba la luz tenue. Cajas de medicinas, pañales nuevos, una bolsa con los usados… Todo contrastaba con aquella casa feliz que había dejado atrás. Carmen tragó saliva, sonrió y abrazó a su marido.

—Gracias por dejarme ir—dijo—. Laura y yo lo pasamos muy bien. Llena la bañera, voy a bañar a tu madre. ¿Le diste la comida? ¿Tu medicación?

Y se puso manos a la obra. Así es la vida: trabajar, luchar, limpiar, cuidar. Amar. No compararse. Hacer lo que toca.

Su marido cambió la bombilla, y la luz llenó la habitación. La suegra se durmió—habría una noche tranquila. Carmen aún tenía fuerzas. Para los suyos, siempre hay fuerzas.

Cuando Laura le preguntó días después si podía dar su número a aquel hombre simpático, Carmen envió un emoji sonriente y un “No” rotundo. Le agradeció la fiesta, el calor, la amistad. Laura lo entendió. A veces la vida nos tienta, ofreciéndonos un respiro frente al peso cotidiano. Pero seguimos adelante. Por los nuestros.

El amor nos trae de vuelta. Y no nos deja escapar. Ni siquiera cuando el cansancio aprieta.

**Lección:** La felicidad ajena brilla, pero la nuestra se construye día a día, entre rutinas y sacrificios. Y ahí, en lo ordinario, está lo extraordinario.

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MagistrUm
Una visita especial en un día inolvidable.