Una vida tranquila con mi hijo, pero a un precio demasiado alto

Disfruto de una vida tranquila con mi hijo, aunque pagué un precio demasiado alto por ello.

Me llamo Mariana Martínez, y vivo en Valverde del Río, un pueblo de Castilla donde las calles antiguas guardan secretos bajo la sombra del tiempo. Hoy tengo una existencia serena junto a mi hijo, quien no carece de nada, pero el camino hasta aquí estuvo marcado por un dolor que pocos imaginarían. Mi historia es una cicatriz en el alma, oculta tras la sonrisa con la que recibo cada amanecer.

Todo comenzó en mi último año de instituto, con diecisiete años y un futuro lleno de sueños. Pasaba las tardes en la biblioteca municipal, entre el aroma a papel y promesas de sabiduría. Mis padres, Alejandro, operario en una fábrica, y Lidia, profesora de primaria, se deslomaban para mantenernos. Una noche de febrero, absorta en un libro, perdí el último autobús. Decidí atravesar el parque, conocido como la palma de mi mano, aunque el frío cortaba como navajas.

Apareció él: una silueta borracha con uniforme militar. «¿Tienes fuego?», gruñó. Negué con la cabeza, pero me atrapó antes de huir. Nadie cerca, solo su aliento podrido y la oscuridad. Me arrastró a los arbustos, ahogando mis gritos con un guante áspero. Rasgó mis medias, la ropa interior, y consumó su vileza sobre la escarcha. El dolor me desgarró, virgen aún, mientras mis lágrimas se helaban en las mejillas. Al terminar, se marchó como si nada.

Llegué a casa hecha trizas. Escondí la ropa destrozada en el cubo de la basura y guardé silencio. Tres meses después, supe que estaba embarazada. Mi mundo se derrumbó. Entre sollozos, lo confesé a mis padres. En aquella época, un aborto era riesgoso, y optaron por salvarme. Dejamos atrás nuestra vida: papá renunció a su puesto de capataz, mamá a su dirección escolar. Empezaron de cero en otra ciudad, con trabajos mal pagados, para que yo pudiera rehacerme.

Cuando nació Javier, lo miré y vi pureza en sus ojos, idénticos a los míos. Sobrevivimos. Mis padres jamás se arrepintieron, ni cuando él empezó la guardería y conocí a Nicolás. Él llegó con poemas y paciencia, quiso a Javier como suyo. Nunca le revelé la verdad, temiendo romper el hechizo de su cariño.

Han pasado veinticinco años. Javier es ingeniero en Madrid, comprometido y a punto de hacerme abuela. Nicolás sigue a mi lado, mi ancla en los días grises. Aunque las pesadillas aún me transportan al parque, al olor a licor barato, escucho la risa de mi hijo y recuerdo que de la oscuridad nació esta luz.

Vivo agradecida, pero bajo esta sonrisa yace una herida que nunca cerrará. Pagué con vergüenza, pérdida y sacrificios ajenos. Sin embargo, bendigo cada instante con Javier, la prueba de que hasta lo roto puede florecer.

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