La mujer vivía en una casa preciosa. Al lado, en el jardín, florecían hortensias y petunias. El estallido de colores morados era sencillamente embriagador.
Se subía al columpio del jardín con las piernas recogidas y leía un libro. En el horno, un pastel de albaricoque se doraba lentamente. El aroma se mezclaba con el olor fresco de los arbustos de menta, como si el cielo mismo oliera así.
Siempre sabía con exactitud cuándo él llegaría. Ese día, desde la mañana, amasaba la masa. Inventaba rellenos nuevos para sus pasteles. No le gustaban los guisos pesados ni las sopas espesas. La magia estaba en la masa, que obediente tomaba forma bajo sus hábiles manos.
Era curioso. Antes, solo su abuela horneaba pasteles. Ahora era ella. Y no, desde luego, no era una abuela.
Él nunca sabía cuándo iría a verla. Simplemente, pasaba un tiempo y sentía una necesidad aguda de ella. Siempre llamaba desde el camino.
No tenía nada ni a nadie. Solo una vida pasada, dos matrimonios, un hijo, una mudanza a otra ciudad, sus cosas apiladas en el maletero del coche, un montón de recuerdos y un lento escape del agujero negro de la desesperación y la rabia.
Se conocieron de la forma más banal. En una fiesta en la playa. Un grupo de desconocidos, adultos. A él lo arrastró un amigo; a ella, su hermana. Ninguno de los dos quería ir. Por eso se quedaron como extraños en aquella celebración de la vida. Hasta que él la invitó a bailar. Y, sin saber por qué, le compró una rosa vulgar de tallo largo a una vendedora ambulante. Después, la llevó a su casa cruzando toda la ciudad.
Y todo se enredó. Y él sintió miedo. ¿Para qué volver a desgarrar el corazón?
Pero cada vez que el vacío a su alrededor se volvía físicamente insoportable, subía al coche y partía. Para hundir el rostro en su pelo y susurrarle al oído: “Bueno, hola…”.
Hasta empezó a pensar que podría quedarse allí y vivir con ella.
Una vez incluso se lo dijo. Sus ojos brillaron un instante y luego se apagaron: “Como quieras, como decidas, como mejor te parezca”.
Y cada despedida era como arrancar una parte de sí mismos. Él ya cruzaba la verja, pero se detenía y volvía la cabeza. Regresaba para besarla. Intentaba marcharse de nuevo. Y otra vez regresaba.
Se lamentaba de haberla conocido tan tarde. Se alegraba de haberla conocido, al menos.
Mientras tanto, ella servía té en una taza alta, cortaba el pastel y se sentaba frente a él. Nada extraordinario. En su vida hubo pasiones ardientes y noches febriles. Pero al final, descubrió que necesitaba este amor tranquilo, que olía a menta y mermelada de fresa. O de frambuesa. O de naranja amarga. Y las conversaciones hasta el amanecer. Y la curva de su cadera. Y su sonrisa soñolienta. Y su respiración al otro lado del teléfono, atravesando kilómetros y satélites.
No esperó al fin de semana. Llamó, como siempre, desde la carretera. Apagó el teléfono, subió el volumen de la música y no escuchó el impacto.
Ella nunca supo que aquel día él iba camino de quedarse con ella para siempre.
Él nunca supo que los ojos de su hija eran de un azul desgarrador.