Una vez fui testigo de una conversación entre el dueño de nuestra tienda y un adolescente delgado. El chico llevaba puesta ropa desgastada.

Una noche, en un sueño que parecía mezclar las callejuelas de Lavapiés con los pasillos de un almacén de recuerdos, escuché una conversación entre el dueño de la tienda y un adolescente esquelético. El chico llevaba una ropa gastada pero cuidadosamente ajustada. Observaba, con los ojos fijos, un frasco de mermelada de frambuesa cuando el propietario se acercó:

Buenos días, Esteban, ¿cómo te va?
Gracias, señor, nada mal
¿Y tu madre? ¿Ya está en el trabajo?
No, sigue en casa; no se siente bien
¿Querías comprar alguna mermelada?
Solo la miro; a mi madre le encanta la de frambuesa, pero ahora no tenemos euros para comprarla.
Entonces véndeme tu pulsera, ¿la hiciste tú mismo?

En la muñeca del joven brillaba una pulsera artesanal, tejida con cables telefónicos de colores, como si fueran serpientes de luz.
Sí, señor, pero será muy pequeña para usted.
La compraré para mi sobrino. ¿Qué opina?
Creo que por esa pulsera no obtendré lo que necesito
Exactamente lo que cuesta el frasco; tardaste tres noches en crear esos patrones.
Así es, trabajé en ella tres noches seguidas
Entonces está decidido. La pulsera es mía, la mermelada es tuya, o más bien tuya y de mi madre.
Gracias, es muy amable.

El adolescente, con una sonrisa que parecía flotar en el aire, tomó el frasco, se quitó la pulsera y la entregó al tendero.
Que tenga un buen día, señor.
Nos vemos luego, Esteban.

La esposa del tendero, sentada tras la caja registradora, escuchaba la charla con una risa callada. Al notar mi mirada asombrada, explicó:

Vendrán más adolescentes; sus familias son tan pobres que no pueden permitirse alimentos decentes, pero José siempre trata de ayudarles comprando lo que pueda. Una vez me pidió que le vendiera una resortera y pagó con una barra de buen jamón

Salí de la tienda con el corazón henchido de la generosidad de José. Jamás habría imaginado que aquel hombre, que siempre pesaba todo al gramómetro y quitaba el exceso cuando la aguja marcaba un poco más, pudiera ser tan solidario con los más necesitados.

José era muy conocido en el barrio; su almacén era un punto de encuentro donde él y su esposa siempre preguntaban a los clientes cómo iban, con buena disposición y rapidez en el servicio.

Los años pasaron como el agua de la Fuente de Cibeles. José, ya entrado en años, se despidió de este mundo En su funeral asistieron muchas caras, entre ellas tres oficiales que se mantuvieron al margen y luego se acercaron a su esposa, besaron su mano y expresaron su pésame.

Eran los mismos chicos a los que José había apoyado. Al despedirme, vi dentro del féretro varios objetos infantiles, incluida la pulsera de cables, que me había revelado la auténtica bondad de un tendero. Comprendí que, de esos niños, surgirían hombres; José no solo les daba alimentos, sino que les regalaba la ilusión de un intercambio justo en un sueño que nunca termina.

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Una vez fui testigo de una conversación entre el dueño de nuestra tienda y un adolescente delgado. El chico llevaba puesta ropa desgastada.