Una ventana abierta y un salto al abismo.

Adrián abrió la ventana y se subió al alfériz. El asfalto oscuro abajo lo atraía y a la vez lo aterraba.

La vida a veces se parece a un sendero serpenteante en el bosque. Nunca sabes adónde te llevará, qué te espera tras los siguientes árboles. Adrián Méndez jamás imaginó que primero perdería y luego volvería a encontrar su felicidad.

No tenía prisa por casarse. Buscaba un alma gemela. Cuando vio a Lucía en el café, su corazón saltó de inmediato—era ella. Sin pensarlo, se acercó y se presentaron. Leían los mismos libros, veían las mismas películas, les encantaba patinar, ambos soñaban con una familia fuerte y niños felices.

Todo sucedió como lo habían soñado, excepto por los hijos. Lucía visitó médicos, probó tratamientos, incluso peregrinó a lugares santos, sin perder la esperanza. Un día, creyó estar embarazada. No fue al hospital de inmediato, esperó para estar segura. Solo cuando su vientre creció, fue a consulta.

No era el ansiado embarazo, sino un tumor. Cada vez que acompañaba a Lucía al oncólogo, Adrián veía las miradas vacías de los pacientes, como si escucharan su propio cuerpo. Pronto, la misma mirada apareció en los ojos de Lucía.

Adrián no se separó de su esposa ni un instante. Primero tomó vacaciones, luego licencia sin sueldo, hasta que el médico le dio la baja. Pero su jefe lo llamó: o volvía o lo despedían. Adrián firmó su renuncia.

Cuidó de Lucía día y noche. Le sostenía la mano cuando le faltaba el aire, rogaba a Dios que no los separara, que se lo llevara con ella.

Nada sirvió. Tres meses después, Lucía murió.

Tras el funeral, Adrián regresó a un piso vacío. La bata de Lucía colgaba en la silla desde hacía un mes. Él esperaba que se levantara y se la pusiera. En el recibidor, sus botas y el abrigo que compraron en rebajas la primavera pasada. Todo le recordaba a ella, su amor perdido demasiado pronto.

Adrián hundió el rostro en la almohada, que aún olía a ella, y sollozó. Luego compró dos botellas de ron. A la mañana, apenas se levantó. El dolor regresó con fuerza. Tiró el resto del alcohol al fregadero. ¿Qué más daba? Sin Lucía, no quería vivir.

El día lo distraía, pero la noche era insoportable. Una vez, junto a la ventana, miró la ciudad nocturna. ¿Qué lo mantenía allí? ¿El piso? Al demonio. Sin trabajo, sin esposa, sin hijos. Adrián abrió la ventana y se subió. El asfalto lo llamaba. Cuarto piso, no tan alto. ¿Y si no moría?

Alguien llamó a la puerta. Por un instante, miró hacia abajo, luego bajó y abrió. Era su vecina, doña Carmen.

—Veo que el insomnio también te atormenta. Vine a ver si seguías con vida. Tan silencioso estás. ¿Ventana abierta? ¿No estarás pensando en tonterías? —Sus ojos lo escrutaban.

—Solo aireo —mintió.

—Bueno, pues cuidado. Si te tiras, jamás volverás a ver a Lucía. El suicidio es pecado, Adrián. Dios no os reunirá en el cielo.

—Tranquila, doña Carmen.

La despidió sin ganas, pero el impulso se le pasó. Recordó que el suicidio era imperdonable.

Pasó la noche en vela. Por la mañana, metió algunas cosas en una bolsa y tomó la foto donde él y Lucía sonreían para siempre. Sin ahorros—todo se fue en tratamientos—, su mirada se clavó en la bata. Apartó los ojos y salió. Cerró con llave y llamó a su vecina.

—¿Adónde vas? —preguntó ella, viendo la bolsa.

—A casa de mi madre. No puedo quedarme aquí. Acabaré bebiéndome hasta la muerte.

—Bien hecho. ¿Por mucho tiempo?

—No sé. Cuide el piso. —Le entregó las llaves—. Ya tiene mi número. Llame si pasa algo.

En el coche, respiró hondo y arrancó. En la carretera, pisó el acelerador. Por un instante, pensó en soltar el volante. Pero podía matar a inocentes.

Condujo doscientos kilómetros sin parar, sintiéndose libre por primera vez en meses. Su pueblo natal lo sorprendió con sus calles estrechas y sucias. Solía venir en verano, cuando los árboles lo embellecían. Había olvidado el barro primaveral de los pueblos pequeños.

Ahí estaba la casa. Su madre salió corriendo al oír la puerta.

—¡Hijo! ¡Adrián! ¿Sin avisar? ¿Vienes solo?

La abrazó. Un aroma familiar lo envolvió, cálido y reconfortante. Creía haber llorado todo en el funeral, pero sus ojos se humedecieron.

Pasaron horas hablando. Su madre lamentó la muerte de Lucía, pero trató de reconfortarlo con comida casera.

—Me alegro que vinieras. En casa, hasta las paredes ayudan. ¿Qué harías solo allí? ¿Recuerdas cuando volvías del colegio…?

Su voz lo calmó. Aquí, los recuerdos de Lucía no dolían tanto.

Al anochecer, Adrián vio luz en la casa de al lado.

—Mamá, ¿quién vive ahí? Creí que la tía Consuelo había muerto.

—Elena. Volvió hace un año, divorciada. Su marido era… bueno, lo encarcelaron. Llegó con su hijo pequeño y un chico de diez años, Jaime. Se escapó de unos padres borrachos. Sin papeles, no va al colegio. Elena limpia en un supermercado. A veces cuido al pequeño.

Esa noche, Adrián pensó en Lucía… y en su primer amor, Elena. En el instituto, ella eligió a otro.

Al día siguiente, la vio por la ventana. No había cambiado mucho, pero su corazón permaneció tranquilo.

Unas noches después, un resplandor lo despertó.

—¡El vecino se está quemando! —gritó su madre.

Salió corriendo, apenas con las botas puestas. La gente corría con cubos. Elena estaba en pijama, abrazando a su hijo y a Jaime.

—Ven a casa —dijo Adrián—. Aquí no puedes hacer nada.

Su madre les dio una bata y puso café.

—¿Cómo empezó? —preguntó.

—No sé. Me desperté tosiendo, todo estaba lleno de humo —Elena lloró—. Los papeles se quemaron. ¿Qué haremos?

—Quedaos con nosotros —dijo Adrián—. Tengo un piso vacío en la ciudad. Podemos arreglar tus documentos y, si quieres, darle mi apellido a Jaime.

—¿No lo investigarán?

—No lo sé. Pero necesita estudiar. Lo importante es que estáis vivos.

Pasaron días en casa de su madre. Luego, Adrián los llevó a la ciudad. Su madre les dio tarros de conserva.

Durante el viaje, Adrián pensó en buscar trabajo. Tenía que cuidar de ellos. Había encontrado un propósito. Como dice el refrán: «No hay mal que por bien no venga».

Al llegar, los niños llenaron el silencio con risas. Adrián le mostró el piso a Elena.

—Toma la habitación grande. Yo usaré la pequeña.

—No es justo.

—No quería volver aquí. La casa estaba vacía.

Guardó la bata de Lucía en el armario.

—No puedo aceptar que se fue. Pero… tienes que vestirte. Hay ropa de ella.

—No podría usarla —dijo Elena, negando.

Adrián fue por la llave de repuesto.

—Muy rápido buscas reemplazo —murmuró doña Carmen.Elena lo abrazó en silencio, y en ese instante Adrián entendió que el amor no se reemplaza, sino que se transforma, llenando los huecos del alma con nuevos colores.

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Una ventana abierta y un salto al abismo.