Sofía preparaba la cena, poniendo la mesa para ella y su marido. La tarde prometía ser tranquila y acogedora, pero de repente un fuerte timbre rompió el silencio. No esperaban visitas, y aquel sonido se quedó suspendido en el aire como un anuncio de algo inesperado.
—Antonio, ¿puedes abrir? ¿Quién será? —gritó Sofía desde la cocina, secándose las manos en el delantal.
Antonio, apartándose del televisor con algo de pereza, se levantó y se acercó a la puerta. Al abrirla, se quedó paralizado, sin dar crédito a lo que veía.
—¿Tía Carmen? ¿De dónde sales? —La sorpresa en su voz era auténtica. Delante de él estaba la hermana mayor de su difunta madre, una mujer a la que no veía desde hacía años.
—Buenas noches, Antoñito. He pensado en pasar a veros. ¿Puedo entrar? —Carmen sonrió, pero en sus ojos se adivinaba cansancio.
—¡Claro que sí, pase! —Antonio se hizo a un lado para dejarla pasar—. ¿Por qué no nos avisó? La habría ido a buscar a la estación.
—Bueno, fue una decisión de última hora —contestó ella mientras dejaba con cuidado una bolsa pesada en el suelo—. Estuve con tu hermana en Valencia y ahora he venido a veros a Madrid.
Sofía, al oír las voces, salió de la cocina, arreglándose el delantal. Al ver a la visitante, frunció ligeramente el ceño.
—¡Hola, Carmen! Vaya sorpresa… ¿Va a cenar con nosotros?
—No digo que no, gracias —respondió la mujer, dirigiéndose al baño para lavarse las manos.
Sofía lanzó una mirada interrogante a su marido, conteniendo a duras penas el enfado.
—No tenía ni idea de que iba a venir —se justificó Antonio en un susurro.
—¿Y cuánto tiempo piensa quedarse? —Sofía cruzó los brazos—. ¿Vamos a tener que darle de comer y enseñarle la ciudad? ¿A qué ha venido?
—Tranquila, ahora lo averiguaremos —Antonio se encogió de hombros, intentando no complicar las cosas.
Al volver, Carmen dejó sobre la mesa una bolsa con regalos.
—Os he traído cosas del pueblo: miel recién hecha, ajos, hierbas. En la ciudad esto vale una fortuna. Bueno, contadme, ¿cómo os va? ¿Qué tal vuestro hijo?
—Pues vamos tirando —empezó Antonio—. Hemos pillado un piso con hipoteca, trabajamos sin descanso. Daniel está en segundo de bachillerato, le ha dado por la informática. Llegará pronto del entrenamiento. ¿Y usted cómo está?
—Me alegra que tengáis piso —asintió Carmen—. Yo he decidido visitar a la familia. Después de que vuestra madre, Antonio, se marchara, perdí el contacto con vosotros. No venís al pueblo, sé que estáis ocupados. Pero a mí me pesa la soledad. La vejez, como dicen, no es un regalo…
—Sofía, estas albóndigas están para chuparse los dedos —añadió, mientras probaba un bocado—. Y el piso es muy acogedor, enhorabuena.
—¿Y cuánto tiempo se queda? —preguntó Sofía con cautela, disimulando su impaciencia. Antonio le lanzó una mirada reprobatoria.
—Unos tres días —respondió Carmen—. Quiero conocer Madrid, hace mucho que no vengo. Luego seguiré mi camino. Me alegro de veros, a vosotros y a Daniel. Sofía, eres una mujer hermosa y una excelente anfitriona.
Sofía forzó una sonrisa. Los halagos eran agradables, pero la situación seguía incomodándola.
—Tendrá que dormir en el sofá-cama de la cocina —dijo—. Sólo tenemos dos habitaciones: una para nosotros y otra para Daniel.
—Oh, no soy exigente, donde me pongáis estaré bien —se rio Carmen—. Gracias por la cena, todo estaba delicioso.
En ese momento, entró corriendo Daniel, agitado y con la mochila al hombro.
—Hijo, esta es la abuela Carmen, la hermana de tu abuela María —presentó Antonio—. Seguro que no te acuerdas, eras muy pequeño la última vez que la vimos.
—Hola —dijo Daniel, mirándola con curiosidad—. Se parece mucho a la abuela María…
—Encantada, Daniel —sonrió Carmen—. Me han dicho que te gusta la informática.
—Sí —se animó el chico—. Pero mi ordenador es viejo, va muy lento. Hago programas, pero el rendimiento es malo.
—Adelante, sigue así. Los informáticos valen su peso en oro hoy en día —lo animó ella.
—¿Y usted a qué se dedicaba? —preguntó Daniel con interés.
—Fui médica, luego di clases en la facultad. Después me casé y me mudé al pueblo. Allí me quedé. Ayudar a la gente es algo grande, Daniel.
—Guay —asintió él, impresionado.
—Bueno, vamos a prepararle la cama —propuso Antonio—. Mañana no trabajo, puedo enseñarte la ciudad.
—Gracias, Antonio, me encantará —dijo Carmen, y su voz tembló de sincera gratitud.
Cuando todos se retiraron a sus habitaciones, Sofía, ya en la cama, le susurró a su marido:
—¿Y esto qué es? ¿Llega de improviso con miel y ajos y cree que vamos a saltar de alegría? ¿Ahora tenemos que entretenerla y darle de comer? ¿Qué clase de gente es esta?
—Sofía, cálmate —respondió Antonio en voz baja—. Es mi única tía. Crió a mi madre, sus padres murieron jóvenes. La vida no ha sido fácil para ella: perdió a su marido y a su hijo. Luego se volvió a casar y se fue al pueblo, pero su segundo marido también murió. ¿Te imaginas lo sola que está? Y aún así, sigue visitando a su familia. No pasa nada, aguanta un par de días.
—Sé su historia, tu madre me lo contó —refunfuñó Sofía—. Pero así no se hacen las cosas. Mañana me voy a casa de mi madre, y tú entretienes a tu tía.
—Vale —suspiró Antonio—. Ya me ocuparé.
Al día siguiente, Antonio salió con Carmen y Daniel a pasear por Madrid. Sofía se fue a casa de su madre. Al volver por la noche, escuchó las risas de su hijo y de la tía Carmen. La mesa de la cocina estaba abarrotada de bolsas con alimentos y regalos.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Sofía, mirando el caos.
—¡Sofía, os he comprado algunas cosas! —exclamó Carmen—. A ti te he traído vajilla y ropa de cama. ¡Y a Daniel un ordenador nuevo!
—¡Mamá, te lo juro! —saltó Daniel—. ¡La abuela Carmen me ha comprado el ordenador que quería! ¡Es una bestia!
Sofía, desconcertada, miraba alternativamente a su hijo y a la visitante.
—Carmen, ¿por qué ha gastado tanto? Esto debe de haber costado un dineral…
—Tonterías —se rio ella—. Tengo dinero, pero nada en qué gastarlo. Y la felicidad de Daniel no tiene precio. Hoy lo hemos pasado genial. Gracias por recibirme. Aunque no nos veamos mucho, sois mi familia.
Sofía, aún aturdida, empezó a deshacer los paquetes y a preparar la cena con los alimentos comprados. La generosidad de Carmen la dejó sin palabras. ¡Sólo el ordenador debía de costar un ojo de la cara!
Durante la cena, abrieron una botella de cava. Carmen alzó su copa:
—Quiero brindarAl día siguiente, cuando firmaron los papeles y Carmen se marchó al pueblo, Sofía miró a su familia y supo que, a veces, los regalos más inesperados traen las mayores bendiciones.