La suegra que no conocía límites — y cómo todo cambió
Lucía llegó tarde a casa después de una larga jornada laboral. La cabeza le daba vueltas y el cansancio pesaba como una losa en su pecho. Lo que no sabía era que la esperaba una nueva ráfaga de desprecios y tensiones. Al cruzar la puerta, reconoció al instante esa voz familiar pero ya insoportable que venía de la cocina:
—¡Ah, por fin! —dijo irónicamente Mercedes, su suegra—. Ya es de noche y tú acabas de llegar. ¿Es que tu trabajo importa más que tu marido y este hogar?
—Tuve una demora, era un proyecto urgente —explicó Lucía con calma, colgando el abrigo.
—Proyecto, dice… Y mientras, mi hijo pasa hambre —refunfuñó la suegra—. El fregadero lleno de platos, la casa polvorienta, y tú con cara de no haber dormido en días. ¿A esto le llamas ser una esposa?
Lucía asintió, exhausta, y se dirigió al dormitorio para cambiarse. Pero al regresar a la cocina, se detuvo en seco al oír la conversación entre Mercedes y Javier. Lo que escuchó la dejó helada.
—Javi, mi amor, ¿sabes? La hija de mi amiga, Valeria, es otra cosa. Lista, de buena familia… Y, por cierto, ya ha puesto sus ojos en ti —susurró la suegra con tono zalamero—. Y no le importa que estés casado. Al fin y al cabo, el matrimonio no es para siempre…
A Lucía se le cortó la respiración. La sangre le ardía en las venas. ¿Cómo podía decir algo así? Le dieron ganas de gritar, de lanzar algo contra la pared, pero contuvo el impulso y se encerró en el baño para no estallar.
Minutos después, salió apoyándose en la pared. Javier se acercó preocupado:
—Lucía, ¿qué te pasa?
—Nada. Solo un poco de estrés.
—¡Y ahora también se pone mala! —intervino Mercedes—. Claro, es su manera de llamar la atención.
Lucía calló, pero a la mañana siguiente se sintió peor. Ambulancia, hospital, pruebas. Una hora más tarde, le dio la noticia a Javier:
—No es nada grave. Solo que… estoy embarazada. Necesitamos calma y un poco más de ternura.
Javier la abrazó con fuerza, las lágrimas resbalando por su rostro. Pero la alegría duró poco.
Al volver a casa, Lucía descubrió que Mercedes seguía allí. Y lo peor: no tenía intención de callarse.
—¿Seguro que es tuyo? —preguntó la suegra con frialdad cuando Lucía salió un momento.
—Madre, ¿has perdido la cabeza? —replicó él, furioso.
—Ella siempre llega tarde, ni te das cuenta de cómo te manipula…
Lucía, desde el pasillo, se quedó paralizada. No podía soportarlo más. Entró en la habitación y dijo con firmeza:
—No pienso seguir justificándome ni aguantando humillaciones. Si esta es tu casa, yo me iré. Javier, decide: estás conmigo o te quedas aquí. Pero no permitiré que me traten así. Voy a ser madre, y quiero criar a mi hijo con amor, no con rencor.
—¡Mejor así! Que se vaya —espetó Mercedes con aire de triunfo.
Pero Javier no la siguió. Se quedó mirando a su madre como si no la reconociera.
—¿Crees que aguanto esto por ti? No, madre. A Lucía es a quien amo. A ti solo te compadezco. Has alejado a todos. Te has casado cuatro veces, y con ninguna relación funcionó. ¿Y ahora quieres que siga tus consejos? No. Me voy. Construiré mi familia con Lucía. No te metas en mi vida.
Dio media vuelta y salió de la habitación:
—Lucía, ¿dónde está la maleta grande?
Pasó un año. En un nuevo barrio, bajo la sombra de los árboles del parque, caminaban tres: Javier, Lucía y el pequeño Mateo, dormido en su carrito. Vivían en un piso que habían comprado juntos, pagando a medias. La vida era dura, pero feliz.
—Empieza a refrescar —comentó Javier—. ¿Volvemos?
—Sí. Mateo despertará pronto.
Pero entonces, Lucía notó algo extraño. Alguien los seguía, escondiéndose tras los árboles.
—Javier, nos están observando.
Él se detuvo en seco:
—¡Madre! ¿Hasta cuándo con este juego de espiarnos?
De detrás de un árbol apareció Mercedes. Lucía casi no la reconoció: encorvada, demacrada, con la mirada apagada.
—Yo… solo quería ver a mi nieto. Aunque fuera un momento…
—Podrías haber venido como una persona normal. Sabes dónde vivimos —dijo Javier, seco.
—No podía. Vergüenza. Lo… lo he entendido todo. Perdonadme. Estaba equivocada. Lucía… no lo hice por maldad. Creí que arruinarías su vida, pero fue al revés…
Lucía guardó silencio. En su mente aún resonaban aquellas palabras crueles. Pero ahora, frente a ella, no estaba la tirana de antes, sino una mujer anciana que pedía perdón.
—Nos vamos a casa. Si quieres, puedes acompañarnos. Siempre que Javier no se oponga.
—No me opongo, madre. Pero solo si es en serio. Sin reproches, sin entrometimientos.
—Lo juro. Solo quiero veros a veces. A Mateo. A vosotros. Nada más…
Esta vez, Lucía no guardó rencor. Caminaron juntos. Mateo dormía, y Mercedes, en silencio, empujaba el carrito con una leve sonrisa. El pasado había quedado atrás.
Hasta los corazones más duros pueden aprender a amar.