En un pueblecito de Toledo, donde las casas antiguas se pierden entre higueras y olivos, a mis treinta y dos años, mi vida se ha convertido en un eterno ritual de agradar a mi suegra. Me llamo Lucía, estoy casada con Javier, y vivimos en un piso justo encima del de su madre, Doña Carmen. Un plato de cocido no me importa ofrecerle, ni que vea la tele en nuestra casa durante horas, pero su costumbre de aparecer cada día y quedarse hasta la mediancha está acabando con mi paciencia. Estoy al límite y no sé cómo parar esto sin herir los sentimientos de mi marido.
**La familia que me ha tocado**
Javier es mi amor desde la universidad. Es un hombre bueno, cariñoso, trabaja como electricista y siempre me he sentido segura a su lado. Nos casamos hace cuatro años y yo estaba preparada para convivir con su familia. Doña Carmen, su madre, me parecía una viuda entrañable que adora a su hijo y solo quiere estar cerca de nosotros. Cuando nos mudamos al piso de arriba del suyo, pensé que sería práctico: tendría ayuda si la necesitaba. Pero en lugar de ayuda, lo que obtuve fue una invasión diaria de la que no puedo escapar.
Nuestra hija, Martita, de dos años, es el centro de nuestras vidas. Yo trabajo como contable a media jornada para poder pasar más tiempo con ella. Javier a menudo se retrasa en el trabajo, así que llevo la casa casi sola. Pero Doña Carmen ha convertido nuestro hogar en su segunda residencia. Cada día, sin avisar, aparece en nuestra puerta y sus visitas no son un simple café, sino una ocupación en toda regla.
**La suegra que no se marcha**
Todo empieza por la mañana. Estoy preparando la comida y, de pronto, suena el timbre. “Lucía, solo he venido a ver cómo estáis”, dice, pero al minuto ya está sentada a la mesa, esperando su plato de lentejas. No soy tacaña, que coma lo que quiera, pero después del almuerzo, no se va. Enciende nuestra tele, se pasa horas viendo sus culebrones, comentando en voz alta. Martita corretea por ahí, yo intento limpiar o trabajar, y mi suegra actúa como si no se diera cuenta de que estoy ocupada.
Hacia la medianoche, cuando ya no puedo con mi alma, por fin se marcha a su piso de abajo. Pero ni siquiera eso es el final: puede volver porque “ha olvidado” algo o llamar a Javier para quejarse de un dolor de espalda. Su presencia es como la radio de fondo que no puedes apagar. Critica cómo cocino, cómo visto a Martita, cómo llevo la casa. “Lucía, en mis tiempos los niños dormían más”, suelta, y yo me callo, aunque por dentro hiervo.
**El silencio de Javier**
He intentado hablar con él. Después de un día en que su madre se quedó hasta la una de la madrugada, le dije: “Javier, estoy agotada, necesito mi espacio”. Él solo suspiró: “Mamá está sola, se aburre. Aguanta un poco”. ¿Aguantar? Lo llevo haciendo cada día y ya no puedo más. Javier quiere a su madre, y yo lo entiendo, pero ¿por qué tengo que sacrificar mi tranquilidad? Su silencio me hace sentir sola en mi propia familia.
Martita, mi pequeña, ya se ha acostumbrado a que la abuela esté siempre ahí, pero veo cómo sus rutinas se alteran por estas visitas. Quiero que mi casa sea mía, poder descansar, jugar con mi hija, estar con mi marido sin miradas ajenas. Pero Doña Carmen parece creer que tiene derecho divino a estar en nuestro salón. Su piso está a dos pasos, pero prefiere nuestro sofá, nuestra tele, nuestra vida.
**La gota que colma el vaso**
Ayer fue peor de lo habitual. Yo cocinaba la cena, Martita estaba revoltosa, y Doña Carmen puso la tele a todo volumen. Le pedí que bajara el volumen, pero me contestó: “Lucía, no seas quejica, si no molesto”. ¿Que no molesta? Casi lloro de impotencia. Cuando Javier llegó, ella se quejó de que yo era “poco hospitalaria”. Él no dijo nada, y ahí entendí: si no pongo límites, esto no acabará nunca.
Necesito hablar en serio con Javier. Decirle que su madre puede venir, pero no todos los días ni hasta altas horas. Quizá proponer que venga un par de veces por semana, con horario. Pero me da miedo que se ofenda y que Javier tome su parte. ¿Y si me llama egoísta? ¿Y si esto rompe nuestro matrimonio? Pero no puedo seguir viviendo en este ritmo, donde mi casa no es mía y yo soy un accesorio de mi suegra.
**Mi grito por un poco de paz**
Esta historia es mi petición de auxilio por el derecho a mi propio hogar. Un plato de cocido no me cuesta, la tele tampoco, pero quiero que mi familia sea solo mía. Doña Carmen quizá no tenga mala intención, pero sus visitas me ahogan. Javier quizá me quiera, pero su silencio es como una traición. A los treinta y dos años, quiero vivir en un mundo donde mi hija duerma a su hora, donde pueda respirar, donde mi casa sea mi castillo.
No sé cómo convencer a Javier ni cómo no herir a mi suegra. Pero sé una cosa: no puedo seguir siendo prisionera de sus costumbres. Que la conversación sea difícil, pero estoy preparada. Soy Lucía, y recuperaré mi hogar, aunque tenga que poner un ultimátum.