La solitaria barrendera encontró un teléfono en el parque. Al encenderlo, tardó en reaccionar, aturdida por la sorpresa.
Marta Valverde salió al trabajo más temprano que de costumbre. Los fines de semana, los jóvenes siempre dejaban mucha basura, así que llegó a la plaza a las cuatro de la madrugada, dispuesta a terminar pronto. Llevaba décadas trabajando como barrendera. Hubo un tiempo en que su vida era muy distinta.
Al empuñar la escoba, recordó a su hijo adorado, al que había tenido sola a los treinta y cinco años. Los hombres nunca le habían traído suerte, así que decidió dedicarse por completo al niño. No había palabras para describir lo que sentía por su Adrián. Era listo, guapo. Lo único que la inquietaba era que el chico odiaba vivir en aquel barrio.
Mamá, cuando sea mayor, seré alguien importante decía él con determinación.
Claro que lo serás, mi vida. ¿Cómo iba a ser de otra manera? respondía Marta, sonriente.
Cuando cumplió dieciséis, Adrián se marchó a vivir a una residencia de estudiantes cerca del instituto. Marta no estaba contenta con la distancia, pero él prometió visitarla a menudo.
Al principio, lo hizo. Pero luego conoció a una chica, y las visitas se hicieron menos frecuentes. Hasta que un día regresó para siempre, con la noticia de que estaba gravemente enfermo. Marta no entendía por qué la vida les ponía pruebas tan duras.
Reunió todas sus fuerzas para luchar. Los médicos recomendaron un tratamiento en otra clínica, pero costaba una fortuna.
Sin dudarlo, la madre desconsolada vendió su piso. Una noche, recibió una llamada.
Su hijo ya no está con nosotros anunció el doctor.
Marta no quería seguir viviendo. Sin su hijo, todo había perdido sentido.
Una mañana, como siempre, salió a limpiar la plaza.
¡Buenos días! la saludó Sergio León, paseando a su perro.
¿Tan temprano hoy? preguntó Marta, sorprendida.
En casa me aburro. Paseo al perro y, de paso, charlo con usted respondió él, jovial.
Sergio era un soltero empedernido. Marta sentía un leve rubor bajo su atención.
Bueno, seguimos nuestro camino. No queremos interrumpirla dijo él, alejándose con el animal.
Marta retomó su tarea, pero algo en un banco llamó su atención: un teléfono. Miró alrededor, pero no había nadie. Lo encendió y, en la pantalla, aparecieron fotos. Alguien lo había olvidado allí. Al fijarse mejor, Marta rompió a llorar.
¡Hijo mío! ¡Mi Adrián! balbuceó entre sollozos.
De pronto, el teléfono sonó. Nerviosa, decidió contestar.
¿Hola? ¿Hola? Es mi móvil, ¿puedo recuperarlo? preguntó una voz femenina.
Sí, claro. Lo encontré en el parque. Venga a esta dirección respondió Marta, dictándole el lugar.
La joven llegó poco después. Al abrir la puerta, Marta vio a un chico tras ella.
Dígame, ¿por qué hay fotos de mi hijo en su teléfono? preguntó, temblorosa.
¿De Javier? preguntó la chica, desconcertada.
El chico entró en el piso.
¡Adrián! gritó Marta, desplomándose.
Él corrió hacia ella.
¿Qué le pasa?
Creo que te ha confundido con alguien. Llamaremos a una ambulancia dijo la joven.
Quince minutos después, los médicos la reanimaron. Cuando se marcharon, Marta por fin supo la verdad sobre aquellas fotos.
¿Me conoce? ¿Cómo llegaron ahí las imágenes de mi hijo? preguntó, conteniendo las lágrimas.
Me llamo Lucía dijo la chica. Salí con su hijo hace años. Pero me dejó cuando supo que estaba embarazada.
¿Te dejó? Él nunca me habló de ti.
Estuvimos juntos unos meses. Cuando le dije lo del bebé, desapareció. No lo busqué. Pensé que tuvo miedo.
No, Lucía. Ahora entiendo por qué. Mi hijo estaba muy enfermo. No quiso ser una carga para nadie, ni siquiera para ti. Adrián murió hace años Marta no pudo seguir.
Los ojos de Lucía se abrieron como platos.
¿Qué? ¿Cómo?
Se fue. Vendí mi piso para salvarlo, pero no hubo remedio.
Lucía respiró hondo, comprendiendo.
Solo quería protegerme. Evitarme más dolor.
Llamó al chico, que esperaba en silencio.
Javi, ven.
El muchacho se acercó.
¿Sí, mamá?
Cariño, ¿recuerdas que te dije que tu padre nos abandonó? Pues no fue así. Murió antes de que nacieras. Y esta es tu abuela.
Marta sintió un calor en el pecho al mirar a su nieto.
Abuela murmuró Javier, tímido.
Ven aquí, cielo lo abrazó con fuerza.
Lucía sonrió.
¿Por qué no se viene a vivir con nosotros? Hay sitio de sobra.
No, cariño. Este barrio es mi vida. Pero os visitaré a menudo.
En ese momento, llamaron a la puerta.
¿Se puede? Era Sergio, con un ramo enorme de flores. Para usted, Marta. ¿Salimos a pasear?
Claro respondió ella, sonrojada.
Lucía y Javier asomaron la cabeza.
¿Nos lleváis? preguntaron al unísono.
Si se portan bien bromeó Sergio.
Dos meses después, Marta se convirtió en la esposa de Sergio. Su perro, Thor, adoptó con entusiasmo a los nuevos miembros de la familia. Paseaba con Javier cada tarde mientras la abuela horneaba pasteles para todos.







