Una semana después, regresaron nuestros vecinos de la casa de campo en el último barco. Y volvieron sin su gato. Un enorme bandido gris sin oreja derecha.

Querido diario,

Hace una semana los vecinos de la casa de campo nos dieron la última señal de su regreso, llegados en la barcaza que siempre usaban para volver de la sierra. Pero lo hicieron sin su gato, aquel enorme bandido gris que había perdido la oreja derecha. Durante todo el verano lo había visto rondar entre los setos y la huerta, robándome la comida de la mesa y escarbando entre los tomates. Ya me había acostumbrado a sus travesuras, y cuando vi que volvía la pareja sin el gato gris, sentí una tristeza que me caló hasta los huesos y le pedí a mi mujer, María, que fuera a preguntar sin más dilación dónde se había escapado el animal.

Resultó exactamente lo que temía: el gato lo habían dejado abandonado en la casa de campo. Me consumí de angustia hasta la noche. Finalmente llamé al jefe y le pedí el día libre para el día siguiente. María exhaló hondo y me aconsejó:
Ten cuidado allá. Pide que lo lleven en barca.

El tiempo no nos dio tregua desde la madrugada. Nubes plomizas sembraban una llovizna fina y el viento hacía que las hojas, amarillentas y heladas, se pegara al asfalto como una alfombra mojada. Deambulé por el embarcadero con la esperanza de que alguien se animara a cruzar al otro lado en busca de cosas olvidadas. Ninguno apareció. Solo un hombre corpulento, con botas de talla cuarenta y cinco, cavaba en el motor de una lancha mientras murmuraba. Le expliqué que había olvidado documentos vitales en la casa de campo y le entregué cincuenta euros. Él guardó el billete en el bolsillo, murmuró algo a los dioses de los campesinos que nunca recuerdan nada y dejó la barca en el agua.

Las olas eran respetables, golpeaban con espuma helada como si quisieran volcar la pequeña embarcación. Después de media hora de una lucha desesperada contra la corriente, llegué a la orilla junto a las casas de campo, acompañado del gruñido del hombre que, tras su hazaña, sugirió a medias que tal vez me hubiera quedado con veinte euros más. El cielo se tornó gris, y la llovizna se transformó en granizo que cortaba como agujas.

¡Gris, Gris, Gris! grité con todas mis fuerzas, suplicando que todavía estuviese vivo.

Y allí estaba él, tembloroso, aferrado a mis piernas, maullando con voz lastimera. Lo agarré y corrí hacia la barca. Al saltar dentro, lo acomodé junto a mí. El hombre de botas abrió los ojos como platos y quedó boquiabierto, pero entonces

El gato gris se lanzó fuera de la barca, apretó su única oreja izquierda contra su cabeza y soltó un maullido tenue y suplicante. Luego dio la vuelta y salió corriendo.

¡Alto, alto, para dónde te vas, demonio! vociferé.

Sin prestar atención a los insultos que salían de mi boca, corrí tras él. El pobre animal corría delante de mí, y en cuanto giró a la izquierda desapareció entre los arbustos. Lo alcé, aparté las ramas y descubrí que el gris estaba acurrucado contra un pequeño gatito negro, empapado y sollozando. El gato gris me miró con culpa y maulló una sola vez.

Me arrodillé sobre la tierra húmeda, dispuesto a coger a los dos en mis brazos, cuando el suelo tembló bajo mis pies. El hombre de las botas pisó con fuerza, lanzando maldiciones como si fuera una tormenta. Apareció detrás de mí, luego se quedó en silencio.

Con una voz sorprendentemente calmada y amable me dijo: Date prisa, que se avecina una ventisca y todo quedará cubierto de nieve.

Recogí al gris y al gatito negro y corrimos de vuelta a la embarcación. No sé cómo cruzamos el río; quizá lo permitió el Señor, porque la visibilidad ya era nula. El hombre corpulento, tapando el ruido del motor y del agua, exclamó:

¡Qué animalón!

Me quedé perplejo.

¿Por qué animalón? pregunté, mirando con recelo el agua turbulenta.

Pues mira continuó. Me engañaste con los documentos y el dinero, y luego vienes a salvar al gato. ¿Eres un hombre o una sombra sin alma?

Temía que no quisieras ayudarme y no había nadie más que pudiera rescatarlo respondí. El hombre se quedó callado, frunció el ceño y, al fin, nos dirigimos al embarcadero.

Allí buscó una caja para el gatito y la cubrió con una toalla caliente. Cuando ya estaba a punto de irme, le agradecí y él me dijo:

No todo es para uno y nada para el otro.

Se volvió hacia el gris y, como si le hablara a un viejo amigo, le dijo:

Ven, quédate conmigo. Yo voy a pescar, y tú, buen gato, serás el guardián.

El gato gris, con un maullido culpable, se acercó al hombre, se plantó sobre sus botas gigantes y el hombre lo tomó en brazos. El gato gris envolvió su cuello con sus patitas y se aferró a él. El hombre, con la voz temblorosa, murmuró durante un minuto:

Bueno, bueno, bueno

Recuperado, se volvió hacia mí y, con una voz firme pero sorprendentemente suave, me invitó:

Te invito, joven, al próximo fin de semana de pesca.

Al llegar a casa, María y yo cuidábamos al pequeño negro bajo la toalla de felpa, y ella encontró bajo ella cincuenta euros.

Desde entonces vamos a pescar cada fin de semana, acompañados del gruñón saludable que, aunque a veces llego medio ebrio y sin pescado, siempre dice que la pesca es cosa de la vida, una cuestión cotidiana, diría yo.

Hasta la próxima.

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MagistrUm
Una semana después, regresaron nuestros vecinos de la casa de campo en el último barco. Y volvieron sin su gato. Un enorme bandido gris sin oreja derecha.