Mi hija me pidió que me quedara con ellos una semana para cuidar a su hijo. No sabía que, además de mi maleta, terminaría llevando la fregona y el delantal durante meses.
Cuando mi hija me llamó para pedirme que fuera a su casa una semana, no lo dudé ni un instante. Estaba preparándose para unos exámenes importantes y necesitaba ayuda con su niño de dos años. Todas mis amigas se llevaban las manos a la cabeza: “Laura, ¿es que te sobra el tiempo? Si dices que sí una vez, ya no podrás echarte atrás”. Pero no pude negarme. Era mi hija. Era mi nieto.
Llegué a su pequeño piso en un barrio residencial de Madrid con una maleta y las mejores intenciones. Pero enseguida entendí que no solo me necesitaban como abuela, sino también como asistenta, cocinera, lavandera y, para rematar, niñera a tiempo completo sin sueldo.
Mi yerno trabajaba sin parar, mi hija pasaba el día frente al ordenador estudiando, y la casa entera recayó sobre mis hombros: cocinar, limpiar, la lavadora y, para colmo, el lavavajillas no funcionaba, así que los platos había que fregarlos a mano.
Bueno, pensé. Aguantaré. Solo era una semana. Una. Semana.
Pero la semana se convirtió en dos, luego en tres, y antes de darme cuenta, había pasado un mes entero. Mi hija terminó los exámenes, pero enseguida empezó a enviar currículums, buscando trabajo. Yo no me iba. ¿Cómo iba a hacerlo? Mi nieto era pequeño, sin mí no podrían.
No me pidieron que me quedara, pero tampoco me dejaron ir. Simplemente sucedió: veía que me necesitaban y me quedaba. Solo que, con cada día que pasaba, notaba más miradas de desaprobación. Primero porque la sopa no les gustaba. Luego porque no colgué la ropa de mi yerno en el sitio correcto. Y al final, empecé a “estorbar”.
En su casa, me había convertido en una sombra. Ayudaba, lo hacía todo, pero me sentía como una extraña. Y nadie decía: “Mamá, gracias”. Nadie me decía claramente: “Mamá, ya puedes irte a casa”. No. Solo sonrisas torcidas y suspiros. Y yo, que esperaba que, al ver todo lo que hacía por ellos, al menos me dijeran algo bonito. O me abrazaran. O me ofrecieran un té que no fuera de sobre.
Jamás imaginé que mi amor y mi ayuda se convertirían en una cárcel invisible.
En casa, tengo mi piso de una habitación en Chamberí. Limpio, acogedor, silencioso. Ahí están mis cosas, mis labores de punto, mis libros viejos, las macetas con violetas en el alféizar. Pero estoy aquí. Cada día me levanto a las seis de la mañana para preparar el desayuno, dar de comer al niño, vestirlo, llevarlo al parque. A mediodía, la comida, la colada, fregar el suelo. Por la noche, la cena. Y cuando llega la noche, me tumbo en el sofá de la habitación del niño y pienso: ¿va a ser siempre así?
Pero soy madre. Soy abuela. Y no voy a abandonarlos. Espero. Espero que, algún día, mi hija diga: “Mamá, te estamos muy agradecidos por todo”. O al menos: “Mamá, descansa, que estás cansada”. Quizás mi yerno sonría y diga: “Sin usted, no habríamos logrado esto”.
De momento, solo silencio.
Puede que aún no lo entiendan. Quizás los jóvenes necesiten más tiempo para valorar el sacrificio de una madre. Y sí, a veces siento que me dan por sentado, como si fuera un recurso, no una persona.
Pero sigo esperando. Sigo creyendo que mi amor, mi paciencia y mi cuidado no son en vano. Que no serán olvidados. No quiero que mi bondad se convierta en una carga que arrastren con culpa. Quiero que sea un apoyo, un ejemplo. Que mi hija, cuando sea mayor, entienda lo importante que es no solo recibir, sino también valorar.
Si aún no están preparados, esperaré. Soy madre. Y como todas las madres, tengo en el corazón una fe infinita, incluso cuando duele.