**Una sartén para dos**
A veces la gente deja de pelearse. Y no es por reconciliación. Es porque todo ha terminado. Javier y Lucía llevaban veinte años juntos. No era una eternidad, pero tampoco dos años. Primero llegó el amor, luego los hijos, después las preocupaciones sin fin. Y al final, el cansancio. De ellos mismos, el uno del otro.
Al principio lo intentaron. Discutían, se reconciliaban, daban portazos, trataban de entenderse, de perdonarse, de volver atrás. Pero luego llegó el silencio. Un silencio denso, impenetrable. Dejaron de dormir en la misma cama. Se repartieron las habitaciones. No eran enemigos, pero ya no eran familia. Solo dos personas que, por casualidad, compartían piso. Y lo peor: comenzaron a comer por separado. Él tenía su comida. Ella, la suya. Sus estantes, sus platos. Sus vidas. Ahí estaba el final. Ese que no se anuncia.
Nadie mencionó el divorcio. ¿Para qué? Todo estaba claro. Javier conoció a una mujer en el balneario. Empezó a ir solo, sin Lucía. La mujer, Marta, era atenta, serena, paciente. Le escribía cartas, le preguntaba cómo estaba, compartía recetas. Lucía no conoció a nadie. Su soledad era silenciosa y apretada, como un nudo. Pero no se quejaba. Solo seguía viviendo. Como si esperara que pasara.
Era una mañana cualquiera. La cocina bañada de luz amarilla, el olor a aceite barato en el aire. Lucía estaba frente a la vitrocerámica. Sobre ella, una sartén diminuta. Con un huevo. No una tortilla. No un desayuno para dos. Solo un huevo. Pequeño, como la sartén. Pequeño, como ella misma. Llevaba una bata vieja, el pelo con unos rizos absurdos. Sostenía la espátula sin mirar siquiera la sartén. Solo estaba allí.
Javier entró en la cocina. En silencio. Puso la tetera, iba a hacerse un té. Todo estaba decidido dentro de él. Se iría. Pronto. Solo faltaba recoger sus cosas. Pero en ese momento, ella se giró. Lo miró con una culpa tan frágil que casi se tambalea.
—¿Quieres huevo? —preguntó en voz baja, alargando la sartén pequeña.
Fue como chocar contra un muro. Recordó todo. La residencia universitaria. Un solo colchón. Un vaso. Un tenedor para los dos. Y esa misma chica con bata, solo que entonces reía, era descarada, con un flequillo de ponis. Le guiñaba un ojo y decía: *”Hasta el huevo es nuestro”.*
Dejó la sartén. La abrazó. La apretó contra sí, como la primera vez. Y empezó a hablar. Atropelladamente, como un tonto. Que había sido idiota. Que se había perdido. Que había olvidado que ella era suya. Que todo lo que parecía gris en realidad importaba. Quizás lloró. Ella no lo vio—es bajita, y él alto.
En la vitrocerámica seguía el huevo. La yema, como un botón dorado. Como una señal. Como la salvación.
Al final, se quedó. Volvieron a comer juntos. Callaban por las noches. Luego empezaron a hablar. Poco. Con cuidado. Y no de inmediato, pero volvieron a reír.
El amor no siempre es ruidoso. A veces vive en el silencio. En una sartén. En una pregunta: *”¿Quieres huevo?”* Porque si te lo ofrecen, es que aún te necesitan.