Una sartén para dos
A veces las personas dejan de pelearse. Y no es porque se hayan reconciliado. Es porque todo ha terminado. Lucas y Martina llevaban juntos veinte años. Ni mucho ni poco tiempo. Primero llegó el amor, luego los hijos, después las preocupaciones sin fin. Y al final, el cansancio. De ellos mismos y del otro.
Al principio lo intentaron. Discutían, se reconciliaban, daban portazos, intentaban entenderse, perdonarse, volver atrás. Pero luego llegó el silencio. Un silencio denso, impenetrable. Dejaron de dormir en la misma cama. Se repartieron las habitaciones. No eran enemigos, pero ya no eran familia. Solo dos personas que compartían un piso por casualidad. Y lo peor de todo: empezaron a comer por separado. Él con su comida, ella con la suya. Sus estantes, sus platos. Sus vidas. Ese fue el final. El que no se anuncia.
Nadie hablaba de divorcio. ¿Para qué? Todo estaba claro. Lucas conoció a una mujer en un balneario. Empezó a ir solo, sin Martina. La mujer, llamada Clara, era atenta, tranquila, paciente. Le escribía cartas, le preguntaba cómo estaba, compartía recetas. Martina no conoció a nadie. Su soledad era silenciosa y tensa, como un nudo. Pero no se quejaba. Simplemente vivía. Como si esperara que pasara.
La mañana era como cualquier otra. La cocina bañada en luz amarilla, el olor a aceite barato en el aire. Martina estaba frente a la cocina. En el fuego, una sartén diminuta. Y en ella, un huevo. No una tortilla. No un desayuno para dos. Solo un huevo. Pequeño, como la sartén. Pequeño, como ella misma. Llevaba una bata vieja, el pelo rizado de forma absurda. Sostenía la espátula sin mirar la sartén. Solo estaba allí.
Lucas entró en la cocina. En silencio. Puso la tetera, quería hacerse un té. Todo estaba decidido. Se iría. Pronto. Solo faltaba recoger sus cosas. Pero en ese momento, ella se giró. Lo miró con una culpa tan frágil que casi tropieza.
—¿Quieres un huevo? —preguntó en voz baja, ofreciéndole la sartén.
Fue como chocar contra una pared. Lo recordó todo. La residencia estudiantil. Un solo colchón. Un solo vaso. Un único tenedor para los dos. Y la misma chica con bata, pero entonces riendo, audaz, con un flequillo de potro. Guiñándole un ojo y diciendo: «Hasta el huevo es nuestro».
Dejó la sartén. La abrazó. La apretó contra sí, como la primera vez. Y empezó a hablar. Atropelladamente, como un tonto. Que había sido idiota. Que se había perdido. Que había olvidado que ella era suya. Que todo lo gris en realidad importaba. Y quizá lloró. Ella no lo vio—es bajita, y él es alto.
En la sartén seguía el huevo. La yema, como un botón de oro. Como una señal. Como una salvación.
Después, se quedó. Empezaron a comer juntos. Callaban por las noches. Luego, poco a poco, volvieron a hablar. Con cuidado. Y no inmediatamente, pero volvieron a reír.
El amor no siempre es ruidoso. A veces vive en el silencio. En una sartén. En una pregunta: «¿Quieres un huevo?». Porque si te lo ofrecen, es que todavía eres necesario.