**Segunda Oportunidad**
Gloria Victoria era una abuela como cualquier otra, con sus defectos y manías. Pero Daniel la amaba sin condiciones. No recordaba a su padre, aunque su abuela decía que más le valdría no haber existido nunca. Cuando Daniel hacía preguntas, ella respondía: «Cuando seas mayor, lo entenderás». Y él crecía sin insistir, intentando comprender el mundo por sí mismo.
A los cinco años, Gloria se lo llevó a vivir con ella, y desde entonces, su madre aparecía en su vida de manera intermitente, entre un pretendiente y otro.
Una vez, cuando su madre llegó para llevárselo de nuevo, Gloria lo mandó a su habitación. Daniel jugaba en silencio, escuchando a medias la discusión en la cocina. Al principio no se oía nada, pero luego su madre empezó a gritar, y la abuela también alzó la voz.
—¿Hasta cuándo? El niño necesita una madre, no una fulana emperifollada —decía Gloria.
—¿Y qué, quieres que me entierre en vida? Estoy buscando un marido y un padre para él, por si no te habías enterado —replicaba su madre.
—Donde tú buscas, no hay padres decentes. Y pocos hombres querrán a un hijo que no es suyo. Los propios los abandonan, imagínate los ajenos.
—Tú no lo entiendes… Tú… —y entonces su madre soltó unas palabras que Daniel no comprendía, pero intuía que eran hirientes.
Gloria, ofendida, la echó de casa una vez más.
Entró en la habitación nerviosa, le revolvió el pelo corto como un erizo y se marchó, golpeando la puerta.
Desaparecía durante semanas, volvía contenta o furiosa, dependiendo de cómo le hubiera ido en su búsqueda de marido. Después de sus visitas, el pelo de Daniel y la ropa que tocaba conservaban un rastro de su perfume, y él olisqueaba, recordando.
Con los años, empezó a temer esas visitas. Después de ellas, Gloria tomaba gotas para el corazón con un olor fuerte, hacía ruido con los platos y se quejaba de haber criado a una hija desalmada, una cuco que abandonó a su único hijo. Refunfuñaba que ya no tenía fuerza, que la próxima vez se lo entregaría… Daniel se encerraba en su cuarto, esperando que pasara la tormenta.
Luego, Gloria entraba con un plato de tortitas o pastelitos calientes y decía en tono conciliador:
—¿Por qué tan callado? ¿Te asusté? No temas, no te daré a ella. Y no te enfades conmigo.
Daniel lo entendía todo y no se enfadaba. Cuando estaba triste, iba a quejarse con ella, y Gloria lo consolaba. Pero ella no podía quejarse con él, un niño de ocho años. ¿Cómo iba a consolarla? Así que escuchaba sus quejas con paciencia, deseando que volviera la calma al hogar. Y al día siguiente, su vida seguía igual, hasta la próxima visita de su madre.
Daniel crecía, y Gloria, según él, no cambiaba. Parecía suspendida en el tiempo. Y él pensaba que siempre sería así. En el instituto, Gloria le decía que estudiara:
—Si no entras en la universidad, te llamarán a la mili, y yo ya soy vieja, no lo soportaré. Así que, si quieres que viva un poco más, haz el favor de sacar buenas notas.
Y Daniel se esforzaba, no podía defraudarla. Porque no tenía a nadie más. Su madre ya era un recuerdo lejano. Y la motivación era clara: la vida de Gloria. Aprobó la selectividad y entró en la universidad. No arriesgó; en vez de una carrera prestigiosa, eligió Historia, donde había plaza. Le gustaba leer y le apasionaba el pasado.
En segundo curso, se enamoró de una chica llamada Lucía, alegre y vivaracha. A ella le encantaban las fiestas, algo que a Daniel le costaba soportar. Pero por Lucía aguantaba las juergas estudiantiles. Gloria, viéndolo pensativo y distraído, adivinó su enamoramiento. Suspiraba, se quedaba despierta hasta tarde esperándolo. Daniel la compadecía e intentaba no llegar de madrugada. Pero a Lucía no le gustaba.
Una noche le puso un ultimátum: si se iba temprano, lo dejaba. Daniel no quería perderla, pero tampoco quería preocupar a Gloria. Si ella se quedaba en vela, con su presión y su corazón… Al final, abandonó el club. Corrió hasta casa como si lo persiguieran, maldiciendo a su abuela por no dormir, por tratarlo como a un niño. Los móviles eran cosa de jóvenes, según ella. «Demasiado tarde para aprender. ¿Para qué los quiero?», decía.
Al entrar, vio luz bajo la puerta de su habitación. «¿Por qué no duerme?», pensó, irritado, y asomó la cabeza. Gloria yacía en el suelo con los ojos cerrados, un brazo torcido bajo su cuerpo. Había agua derramada y un vaso roto.
—Abue, ¿qué te pasa? —se lanzó hacia ella.
Entreabrió los ojos, intentó hablar, pero la boca se le torció.
—No te mueras, ahora mismo… —Daniel sacó el móvil.
La ambulancia llegó rápido. El médico dijo que unos minutos más y sería tarde.
Daniel se culpó por no haber notado que Gloria se quejaba de mareos y zumbidos últimamente, que tomaba pastillas y se agarraba a los muebles al caminar. Si no hubiera ido al club con Lucía, si hubiera estado en casa, quizás no habría pasado.
La llevaron al hospital. Por primera vez, Daniel estaba completamente solo. Visitaba a Gloria cada día, llevándole caldo de pollo y zumo que preparaba Lucía. Pero ella no aguantó mucho; pronto volvió a perderse en los antros. Se separaron.
Tres semanas después, dieron de alta a Gloria. Ahora caminaba con pasitos cortos, como si temiera levantar los pies. Un brazo no le respondía, y hablaba arrastrando las palabras. Pero Daniel aprendió a entenderla.
Ahora su vida era un torbellino: después de clase, iba al supermercado, cocinaba, la alimentaba, limpiaba. Gloria lo dejaba todo caer. Y además, tenía que estudiar.
Pronto llegó una enfermera joven, María, con una coleta rubia. Daniel creía que ya no existían mujeres así. Venía cada día, le ponía inyecciones a Gloria y le mostraba ejercicios para recuperar el brazo. Le regañaba si no los hacía.
—No tengo tiempo. Entre la compra, la comida, la universidad… Hasta la papilla me sale con grumos —se justificaba, como un niño regañado.
María fue a la cocina y le enseñó a cocinar.
—Lo haces tan bien. Yo no sé, siempre cocinaba la abuela.
—No es difícil, aprenderá. Mañana vendré a ejercitar con ella —dijo María, sonrojándose ante el halago.
Poco a poco, Gloria recuperó movilidad y habla.
—¿Qué haré sin usted? A la abuela le cae bien. Se anima cuando viene —le dijo Daniel una tarde.
—¿Y a usted? —preguntó María, seria.
—A mí también —respondió él, y era cierto.
—Podría pasar por aquí después del trabajo, si quiere.
—Sería estupendo —sonrió Daniel.
María no solo ayudaba con Gloria, sino que cocinaba y limpiaba. Se volvió indispensable. Gloria caminaba mejor, aunque con bastón, y hablaba con más claridad.
Su madre no apareció en todo ese tiempo. Quizás encontró marido. La última vez que vino, a Daniel le molestó cómo se maquillaba para ocultar las arrugas. Ahora, su perfume le resultaba irritante. María no usaba perfume.
Fue a buscarla para invitarla a la boda. Una boda modesta, pero boda al fin. Sin embargo, no estaba en casa. La vecina dijo que hacíaSu madre apareció tiempo después, cuando la pequeña Sofía ya gateaba por el suelo, y esta vez, con una mirada cansada pero tierna, extendió los brazos hacia su nieta, como si en ella encontrara, al fin, una razón para quedarse.