**Segunda Oportunidad**
El corazón de Martina estaba cargado de melancolía, como siempre ocurre después de visitar el cementerio. En el autobús viajaban otras personas, todas absortas en sus pensamientos.
El vehículo giró desde la carretera de circunvalación hacia la ciudad. Por la ventana desfilaban casas bajas de una o dos plantas, típicas de las afueras. Pronto desaparecerían, reemplazadas por nuevos barrios con calles amplias y bloques de edificios.
Martina, impulsiva, bajó en la siguiente parada. *¿Y si la próxima vez que vuelva, el barrio donde creció ya no existe?* Caminó por la calle, flanqueada por casitas descascarilladas, mientras una idea la asaltaba: podría no reconocer su hogar, donde vivió los años más felices de su vida.
La mayoría de las ventanas estaban rotas, las puertas de los portales abiertas como bocas gritando en silencio. Los vecinos ya se habían mudado a pisos nuevos. Todo vacío, solo coches y autobuses pasando de largo. Y ahí estaba su casa. Martina la saludó mentalmente, como a una vieja amiga.
Sin vida dentro, el edificio parecía un cascarón. Quedaba el banco de la entrada, envejecido por el tiempo. A dos casas de distancia, ya asomaba la flecha de una grúa. Pronto derribarían también este lugar.
Martina cerró los ojos y, por un instante, vio a su madre asomada a la ventana del segundo piso, buscándola entre las niñas que jugaban a la rayuela en el patio. Olía a cebolla frita, se escuchaba el tintineo de platos y, en algún piso, la televisión parloteaba. Desde la ventana de la tía Carmen, llegaba su voz chillona regañando al marido borracho.
—*¡Martina, a comer!*— resonó la voz cantarina de su madre desde el pasado.
Martina se estremeció y abrió los ojos. No había nadie. Solo ventanas vacías mirándola con indiferencia.
Pero ya no podía detenerse. Los recuerdos la envolvieron…
***
—*¡Martina, a comer!*— gritaba su madre desde la ventana.
Ella subía corriendo las escaleras gastadas hasta el segundo piso, entraba en el piso y, ya en el recibidor, escuchaba: —*¡Lávate las manos y siéntate!*— Su padre, entre la mesa y la nevera, leía el periódico esperando a que todos se sentaran.
Martina lo recordaba tan vívidamente que hasta sintió el olor de la sopa de verduras. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Las secó con las yemas de los dedos.
Allí estaba ella, con su mochila, camino al colegio. Apenas había avanzado unos pasos cuando escuchó las pisadas de Jorge.
—*¡Espera, Martina!*— gritó.
La alcanzó y caminó a su lado.
—*¿Me dejas copiar los ejercicios de mates?*
—¿Por qué no viniste anoche?*— preguntó ella.
—*Tu madre me mira como si fuera a robarte algo.*
—*No exageres.*— Martina ladeó la cabeza y observó su perfil.
Había cambiado durante el verano: más alto, el pelo oscuro aclarado por el sol y la piel bronceada. De su cuello delgado sobresalía una venita. *¿Cuándo se había vuelto así?* Lo reconocía y, a la vez, no.
Jorge sintió su mirada y la miró también. Martina no apartó la vista a tiempo. El color miel de sus ojos la quemó como agua hirviendo. Las mejillas le ardieron, el corazón latió descontrolado.
Sus padres trabajaban en la misma fábrica, de ahí los pisos en este barrio antiguo. La madre de Jorge era contable allí; la de Martina, enfermera en el hospital. La fábrica seguía en pie, no muy lejos, con sus chimeneas escupiendo humo.
—*¿Qué vas a estudiar?*— preguntó Martina de pronto.
—*Ingeniería. Después trabajaré en la fábrica y, con el tiempo, seré el director.*
—*¿En serio?*— se rió ella—. *Nunca oí a alguien soñar con dirigir una fábrica.*
—*Pues ya verás. No la cerrarán. Es histórica. Sin ella, miles se quedarían sin trabajo.*
—*¿Y tú?*
—*Yo estudiaré en Madrid. Traductora, tal vez. O psicóloga. Aún no lo sé.*
El último domingo de septiembre, la clase fue a la finca de un compañero a celebrar su cumpleaños. La brisa movía las hojas doradas, el sol bajo les daba en los ojos.
Los chicos jugaban al voleibol mientras las chicas ponían la mesa. Después, todos se perdieron por el bosque. Allí, Jorge besó a Martina por primera vez.
Fue un año mágico. Se volvieron locos de amor, besándose hasta quedarse sin aire. Una noche, con su madre de turno en el hospital y su padre trabajando tarde, Jorge fue a su casa a “copiar ejercicios”.
Ocurrió todo rápido, torpemente. Ambos se miraron confundidos. Martina le hizo prometer que no se repetiría. Él asintió, cabizbajo, y se fue. Al día siguiente, caminaron juntos al colegio en silencio.
—*Cuando terminemos, nos casaremos*— dijo él días después.
—*Pero yo me iré*— recordó ella.
—*Pues no te vayas.*
Fue su primera pelea.
En la fiesta de Navidad del instituto, Martina los vio: Jorge y Lena, besándose en un aula semioscura. Huyó llorando. Las vacaciones le permitieron evitarlo, pero él fue a su casa.
—*¿Por qué huyes?*
—*Tienes a Lena. Os vi.*
—*Ella se me echó encima. ¿Qué iba a hacer, pegarle?*
Martina lo conocía. Lena no dejaba pasar a ningún chico guapo. Y Jorge lo era. Los celos la devoraban. Pero con el tiempo, Lena desapareció de su lado.
El último curso fue un torbellino. Se amaban, pero se contenían, intentando ser solo amigos. Después de la graduación, alquilaron una barca por el río. Entre pinos, volvieron a besarse.
—*No te vayas. Podemos estudiar aquí*— insistió él.
—*Ven conmigo*— propuso ella.
—*Mi madre no me dejará. Y en la fábrica hay buena formación…*
—*¡Martínez! ¡García! ¡Volved!*— gritó la profesora.
Regresaron al barco con los labios hinchados.
Estudiaron juntos para los exámenes hasta que el padre de Jorge los pilló besándose. No dijo nada, pero se quedó en casa “enfermo” hasta el final. Jorge dejó de ir a su casa. Tras la graduación, lo enviaron al pueblo a ayudar a su abuela. Ni siquiera pudo despedirla.
Al principio, hablaban por teléfono a diario. Pero las facturas subieron, los padres protestaron. Las llamadas se espaciaron, hasta que Jorge se casó con Lena. Martina casi suspende el curso. Un año después, empezó a salir con un chico, se casaron al terminar la carrera… y se divorciaron en un santiamén.
Ella se convirtió en traductora, viajó por el mundo, se instaló en Madrid. Cuando su padre murió, llevó a su madre consigo. Vendieron el piso, compraron otro en la capital.
Dos años atrás, su madre falleció. Martina la trajo de vuelta, la enterró junto a su padre. Venía una vez al año, a cuidar las tumbas. A Jorge no lo veía. Ya no vivía en el barrio.
***
—*¿Buscas a alguien?*— una voz cascada la sobresaltó.
Una anciana encorvada, con bastónLa anciana señaló hacia un hombre elegante que se acercaba, y Martina supo, con el corazón acelerado, que después de tantos años, el destino les estaba dando una segunda oportunidad para ser felices.