**Otro Oportunidad para Ser Feliz**
Hoy me desperté con una sonrisa. Era mi cumpleaños número dieciocho y sabía que mis padres tenían un regalo para mí. No sabía exactamente qué era, pero sospechaba que sería un anillo de oro con un diamantito, algo que llevaba meses deseando.
—¡Levántate, hija, feliz cumpleaños! Mira lo que te hemos comprado —dijo mi madre, sosteniendo un pequeño anillo entre sus dedos. Mi padre, sonriente, estaba a su lado.
—Gracias, mamá, papá —salté de la cama y me lo puse de inmediato—. ¡Es precioso! —Los abracé a ambos y les di un beso—. Pero… debe de haber costado mucho.
—¿Acaso no podemos darte esto en tu decimoctavo cumpleaños? Sobre todo sabiendo que lo querías tanto —contestó mi padre con ternura.
—Adelante, cariño, esto no es todo —añadió mi madre—. Hemos planeado una sorpresa: nos vamos a la playa. Tú estás de vacaciones en la universidad y nosotros tenemos tiempo libre.
—¡En serio! ¿Y lo guardaron en secreto hasta ahora? —exclamé emocionada—. Pero… ¡hay que hacer las maletas!
—Ya las he hecho. Revisa por si falta algo —respondió ella antes de salir de mi habitación.
La alegría me invadía, aunque la lluvia que caía afuera me preocupaba un poco. Sin embargo, para cuando salimos de casa, ya había cesado. Cargamos el coche y partimos hacia la carretera. Mientras conducíamos, imaginaba los días de sol, arena y mar. Volvería morena, y mis amigas, especialmente Marta, me tendrían envidia…
De repente, el dolor me despertó. Intenté incorporarme, pero un grito escapó de mis labios. Cada músculo de mi cuerpo ardía.
—Quédate quieta, no te muevas —escuché la voz de una mujer desconocida, vestida de blanco, que ajustaba mi almohada—. Ahora mismo llamo al médico.
Un hombre mayor con gafas se acercó y, al verme consciente, me tomó la mano con delicadeza:
—Hubo un accidente en la carretera. Un camión perdió el control y chocó contra vuestro coche —sus palabras eran suaves, pero la verdad detrás de ellas era dura.
—¿Y mis padres? ¿Dónde están? —pregunté, sintiendo las lágrimas rodar por mis mejillas.
—Lucía, tienes que ser fuerte… —El médico respiró hondo—. Tus padres no sobrevivieron. Tú eres la única que lo logró, por puro milagro.
—No es cierto. Mi padre siempre conducía con cuidado.
Pero la realidad era esa: el camión había derrapado en el asfalto mojado. Pasé semanas entre analgésicos y sueños turbios, negándome a aceptar que ya no estaban.
Con el tiempo, empecé a mejorar, aunque el médico no me dio buenas noticias. Dos operaciones graves me dejaron una marca imborrable: nunca podría ser madre. Otro golpe del destino.
No tenía familia cercana. Solo una abuela en un pueblo de Andalucía, demasiado enferma para viajar. Mi amiga Marta me visitaba, a veces acompañada de Adrián, un chico con el que había salido un par de veces. Pero él dejó de aparecer.
Tras dejar el hospital, Marta intentó distraerme. Un día llegó con Javier, un amigo suyo que siempre le gustó, aunque él solo la veía como una compañera. Sin embargo, desde el primer momento, sus ojos se clavaron en mí. Al enterarse de mi tragedia, quiso apoyarme.
Pronto salíamos los tres juntos, hasta que un día Javier fue solo. No podía dejar de pensar en mí, y yo, a su lado, volvía a sentir algo. Solo me preocupaba herir a Marta, así que decidí hablar con ella.
—¿Estás enfadada por lo de Javier? Perdóname…
Ella contuvo un gesto de irritación:
—Y si lo estuviera, ¿dejarías de verlo? —Sabía que él ya estaba enamorado de mí.
Yo, ingenua, sonreí.
—Claro que no. Dime que no me guardas rencor.
Marta asintió, fingiendo una sonrisa, pero por dentro hervía:
*Si hubiera sabido que esta estúpida inútil le gustaría, jamás los habría presentado.*
Javier no veía mis cicatrices. Al contrario, me llenaba de halagos, y yo florecía bajo su amor. Un día llegó con un ramo enorme de rosas y me confesó lo que sentía. Pero mi corazón se encogió. ¿Cómo podríamos tener un futuro si yo no podía darle hijos? Decidí contárselo a Marta.
—No sé qué hacer… Javier me ama, pero… —baqué la mirada—. El médico dijo que nunca tendré hijos. Debo decírselo, pero temo que me abandone.
—Claro que debes decírselo —respondió ella, pero en su mente ya tramaba otra cosa.
Esa misma noche llamó a Javier:
—Aunque soy su mejor amiga, debes saber algo… Lucía no puede tener hijos. No sé si te lo dirá…
Él la miró fijamente, indescifrable.
—Gracias —dijo secamente antes de irse.
Al día siguiente, esperé a Javier decidida a confesarle la verdad. Pero antes de que pudiera hablar, él me abrazó.
—No digas nada. Ya lo sé… Y no por eso te quiero menos.
No pregunté cómo lo supo. Solo importaba que me amaba. Nuestra boda fue sencilla. Era feliz, aunque la ausencia de hijos pesaba.
—Lucía —me dijo un día—, ¿y si adoptamos?
—Dios mío… Gracias por darme un hombre como tú —sollocé de alegría.
Poco después, llevamos a casa a una niñita. La llamamos Sofía y la adoramos. Éramos felices. ¿Quién diría que la vida me daría otra oportunidad?
La mimábamos en exceso. Cuando empezó el colegio, siempre tenía lo mejor: zapatos, lazos, todo. Aunque pequeña, sabía cómo manipularnos, especialmente a mí. Javier protestaba, pero yo seguía consintiéndola.
Con los años, Sofía se volvió egoísta. Sus notas eran pésimas, pero exigía constantemente: ropa, maquillaje, dinero. Javier intentó poner límites, pero yo cedía.
Un día, descubrió que el dinero que habíamos ahorrado para un viaje había desaparecido. Revisó el colchón de Sofía y lo encontró.
—Lucía, ¿ves esto?
No la regañó, pero yo intenté defenderla:
—No seas tan duro, solo es una niña.
—¡Una niña que nos roba! —gritó él—. Tú la has malcriado.
Yo me enfurecí:
—Siempre estaré de su parte, no de la tuya.
Sofía escuchó todo. Poco a poco, envenenó nuestra relación.
—Mamá, cuando no estás, papá me pega. Ya van tres veces…
Esa noche, al llegar Javier, le solté:
—No permitiré que le hagas daño. Lárgate de esta casa.
—¿Estás loca? —palideció—. ¡Jamás la tocaría! ¿En quién confías, en ella o en mí?
—En mi hija —respondí fríamente.
—Lucía, despierta. Te arrepentirás… —intentó razonar, pero yo no escuché.
Se fue. Sofía celebró su victoria en silencio. Ahora podría aprovecharse de mí sin límites.
Y así fue.
Con el tiempo, comprendí mi error. Las palabras de Javier resonaban en mi mente. Tal vez la vida me diera una última oportunidad… de volver a ser feliz.