Una nueva oportunidad para la felicidad

Una Oportunidad Más para Ser Feliz

Lucía despertó con un presentimiento especial. Hoy cumplía dieciocho años. El corazón le cantaba, anticipando sorpresas, y lo que más deseaba era un anillo, fino, con un pequeño diamante.

—¡Feliz cumpleaños, hija! —entraron sus padres. Su madre sostenía una cajita diminuta, y su padre brillaba de orgullo.

Lucía saltó de la cama, abrió la cajita y, conteniendo la respiración, se colocó el anillo en el dedo.

—Es increíble… ¡Gracias! Pero seguro que costó mucho dinero…

—Eres única, Lucita. Para un día como hoy, no importa —sonrió su padre.

—Y esto no es todo —guiñó el ojo su madre—. Hemos decidido que, como estamos de vacaciones y tú también, nos vamos al mar. ¡Las maletas ya están en el coche!

Lucía no podía creer su suerte. ¡El mar! ¡El sol! ¡Los bañadores! Sus amigas se morirían de envidia, especialmente Eva, que siempre presumía de sus viajes.

La lluvia cesó cuando salieron de la ciudad. La carretera estaba animada. Lucía miraba por la ventana, soñando con volver morena y feliz…

Y entonces, oscuridad.

Despertó en una habitación blanca. Todo su cuerpo ardía, cada movimiento era una puñalada. Una mujer con bata se inclinó sobre ella, arreglando su almohada.

—Tranquila, cariño… No te muevas. Ahora llamo al médico.

Lucía intentó moverse y, de repente, un terror helado la invadió.

—¿Dónde están mamá y papá? ¡Quiero verlos!

Un médico mayor, con gafas, se sentó a su lado. Sereno y severo.

—Lucía… Hubo un accidente. Vuestro coche chocó con un camión. Tus padres… no sobrevivieron. Estás sola.

El mundo se desmoronó. No era dolor, sino un vacío que la atravesaba. Lucía no lo creía. No, su padre conducía con cuidado…

Pero las palabras del médico eran ciertas.

Pasaron los días. Lucía permanecía bajo sueros, llamando a sus padres en sueños. Una tarde, el médico se sentó junto a su cama y le dijo en voz baja:

—Lucía… has pasado por dos operaciones graves. Te salvamos. Pero… ya no podrás tener hijos. Lo siento.

Fue el segundo golpe, profundo como una daga en el pecho.

Al salir del hospital, descubrió que solo le quedaba su abuela paterna, enferma y sola en un pueblo perdido de Andalucía. De amigos, solo Eva, que visitaba más por obligación que por cariño. A veces venía con un chico llamado Javier, con quien Lucía paseaba por el parque. Pero pronto desapareció.

Hasta que un día Eva llegó acompañada de Daniel. Él se fijó en Lucía desde el primer momento. En su silencio, en su mirada profunda. Cuando supo de su tragedia, quiso ser su apoyo.

Empezó a aparecer más a menudo, a veces sin Eva. Paseaban juntos. Lucía revivía. Por primera vez en mucho tiempo, reía. Y temía herir a Eva. Decidió hablar con ella.

—Eva… Perdóname si te molesta lo de Daniel…

—¿Y si me molesta, lo dejarás entonces? —respondió Eva con frialdad.

Lucía se sintió perdida:

—No es eso… No quiero perderte.

Eva asintió, pero en sus ojos había veneno.

—Esa inválida… Y Daniel cayendo rendido. Nunca los habría presentado de saber cómo acabaría esto…

Daniel, sin embargo, parecía no ver las cicatrices de Lucía. Solo sus ojos. Le traía flores. Le decía que la amaba.

Y Lucía florecía. Pero el miedo seguía ahí. Un día, se confesó con Eva:

—El médico dijo… que no puedo tener hijos. ¿Cómo se lo digo? Se irá…

—Claro, díselo —asintió Eva, falsamente comprensiva—. Tiene derecho a saberlo…

En realidad, Eva corrió a contárselo a Daniel, adornándolo a su manera.

—Lucía no puede tener hijos. No sé si te lo dirá ella, pero debes saber con quién te metes.

Daniel guardó silencio. La miró fijamente. Luego dijo:

—Gracias. No necesito nada más.

Y se marchó.

Lucía lo esperaba en casa, nerviosa, ensayando sus palabras.

Cuando él entró, murmuró con voz temblorosa:

—Tengo que contarte algo…

Él la abrazó.

—No hace falta. Ya lo sé. Y te quiero. Da igual.

No tuvo tiempo de preguntar cómo lo sabía. Lo único importante era que estaba allí.

La boda fue modesta pero feliz. Hasta que un día él dijo:

—¿Y si adoptamos?

Ella lloró. Era su salvación.

Así llegó Carlita.

La niña creció mimada. Lucía la colmaba de regalos. Todo lo mejor. Cuando Carla empezó el colegio, Daniel empezó a preocuparse.

—¿No lo ves? No estudia. Te manipula.

—Todas las niñas se maquillan —replicó Lucía—. No seas duro.

Carla mentía. Escondía el móvil, fingía hacer los deberes. A su padre le exasperaba.

—Te engaña. ¿No lo ves?

—¡Confío en mi hija!

Carla lo escuchó todo. Un día, mirando a su madre con ojos de ángel, susurró:

—Mamá, papá me pega. Ya van tres veces…

Cuando Daniel llegó del trabajo, Lucía lo esperaba en la puerta.

—Vete. No permitiré que le levantes la mano a mi hija.

—Lucía, ¿qué dices? ¡Jamás…! Es mentira.

—Creo a mi hija.

Él recogió sus cosas. Y se fue.

Carla, en su habitación, sonrió. Ahora todo era suyo.

Pasaron los años. Lucía se cansó de las mentiras, de las exigencias de su hija. El dinero desaparecía. Carla pedía más. Lucía recordaba a Daniel. Sus manos, su voz, su apoyo.

—Perdóname… —susurraba por las noches—. Perdóname por no escucharte…

Soñaba con llamar a su puerta. Donde olía a café. Donde quizás la esperaba alguien que aún podía perdonarla. Darle otra oportunidad.

Tal vez la vida se la concedería. Ya lo había hecho una vez… y la había perdido.

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