Una Nueva Oportunidad

**Segunda Oportunidad**

Adela Fuentes era una abuela común, con sus defectos y debilidades, pero Juan la amaba sin condiciones. No recordaba a su padre, aunque Adela decía que más le valdría no haber existido nunca. Cuando el niño preguntaba, ella respondía: “Cuando seas mayor, lo entenderás”. Y Juan crecía en silencio, sin insistir, intentando comprender el mundo por sí mismo.

A los cinco años, Adela lo llevó a vivir con ella, y desde entonces, su madre solo aparecía de vez en cuando, entre un pretendiente y otro.

Un día, cuando su madre llegó para llevárselo de nuevo, Adela lo mandó a su habitación. Juan jugaba en silencio, escuchando los murmullos de la cocina. Al principio, no se distinguían las palabras, pero pronto los gritos estallaron.

—¿Hasta cuándo? El niño necesita una madre, no una descarada sin escrúpulos —rugió Adela.

—¿Y qué, me entierro en vida? Estoy buscando un marido y un padre para él —replicó su madre, furiosa.

—Donde tú buscas, no hay padres decentes. Y pocos hombres querrán a un hijo ajeno. Si hasta los propios los abandonan.

—Tú no entiendes… Tú… —su madre soltó entonces palabras que Juan no comprendía, pero que le quemaban como sal en una herida.

Adela, herida, la echó de casa otra vez.

Entró en la habitación tensa, le revolvió el pelo corto como cardo y se marchó, cerrando la puerta de un portazo.

Desaparecía semanas, luego regresaba, radiante o amargada, según el éxito de su última conquista.

Tras sus visitas, su perfume permanecía en el pelo y la ropa de Juan, y él aspiraba ese aire, recordando.

Con los años, temió esas visitas. Después, Adela tomaba gotas para el corazón, de olor punzante, golpeaba los platos y maldecía haber criado una hija ingrata, una madre ausente. Murmuraba que no aguantaba más, que la próxima vez lo entregaría… Juan esperaba en su cuarto a que pasara la tormenta.

Luego, Adela entraba con una tortilla recién hecha o unas magdalenas tibias y decía, más calmada:

—¿Tan callado? ¿Tanto miedo? No temas, no te daré a ella. Y no te enfades conmigo.

Juan no se enfadaba. Cuando algo le dolía, acudía a su abuela, y ella lo consolaba. Pero ella no podía quejarse con él, un niño de ocho años. ¿Cómo iba él a consolarla? Así que escuchaba sus quejas en silencio, anhelando que la calma volviera a la casa. Y al día siguiente, todo seguía igual… hasta la próxima visita.

Juan crecía, pero Adela, en su mente, seguía igual, detenida en el tiempo. Cuando estaba en secundaria, ella le insistía:

—Estudia. Si no entras en la universidad, te llevarán al servicio militar, y yo ya soy vieja, no lo soportaría. Si quieres que viva más, haz el favor de sacar buenas notas.

Juan se esforzaba. No podía fallarle. Ella era todo lo que tenía. Su madre ya era un recuerdo lejano. Aprobó la selectividad y entró en Filología Clásica. Le gustaba leer y la historia le apasionaba.

En segundo año, se enamoró de una chica alegre y vivaz, Clara. A ella le encantaba la fiesta, algo que a Juan le costaba tolerar. Pero por Clara, salía, bebía, bailaba. Adela, viéndolo ausente, adivinó su enamoramiento. Suspiraba, velaba sus noches esperándolo. Él la compadecía, intentaba no llegar tarde. Pero Clara no lo toleraba.

Una noche, le dio un ultimátum: si se iba, lo dejaría. Juan no quería perderla, pero tampoco dejar sola a Adela. Con sus problemas de presión, su corazón débil… Al final, salió del antro. Corrió hasta casa, maldiciendo a su abuela. “Ya soy mayor, no me pasará nada”, pensaba. Adela odiaba los móviles. “Para mí es tarde. Tú, ¿para qué estás?”, decía.

Al entrar, vio luz bajo su puerta. “¿Qué hace despierta?”, pensó, molesto. La encontró en el suelo, un brazo torcido, los ojos entornados. Un vaso de agua roto a su lado.

—Abuela, ¿qué pasa? —se arrodilló junto a ella.

Intentó hablar, pero su boca se torció.

—No te mueras, espera —sacó el móvil con manos temblorosas.

La ambulancia llegó rápido. El médico dijo que unos minutos más y habría sido tarde.

Juan se culpó. Por su romance, no vio que Adela se quejaba de mareos, tomaba pastillas, se agarraba a los muebles al caminar. Si hubiera estado en casa…

La llevaron al hospital. Por primera vez, Juan estaba solo. Iba cada día con caldo y zumo que Clara preparaba. Pero ella no duró mucho. Volvió a las fiestas. Se separaron.

Tres semanas después, Adela volvió a casa. Caminaba lento, arrastrando los pies. Un brazo inútil, la voz pastosa. Pero Juan aprendió a entenderla.

Ahora era él quien corría: clases, compras, cocinar, limpiar… Y los estudios.

Un día, llegó una enfermera joven, Sonia, de trenza castaña. Él creía que esas mujeres ya no existían. Venía diario, ponía inyecciones, enseñaba ejercicios. Regañaba a Juan por no practicar con Adela.

—No tengo tiempo. Cocinar, limpiar, la uni… Hasta el arroz me sale mal —se defendió, avergonzado.

Sonia fue a la cocina y le enseñó a cocinar.

—Qué bien lo haces. Yo no sé. Mi abuela siempre cocinaba.

—Aprenderás, no es difícil. Mañana vendré a ayudarla —dijo ella, sonrojándose.

Adela mejoró. Su mano recuperó movilidad, su voz claridad.

—¿Qué haríamos sin usted? A mi abuela le encanta verla —dijo Juan un día.

—¿Y a ti? —preguntó Sonia, seria.

—A mí también —fue sincero.

—Podría venir después del trabajo, si quieres.

—Sería perfecto.

Sonia se volvió indispensable. Ayudaba con la comida, la limpieza. Adela caminaba mejor, con bastón, hablaba con más fuerza.

Su madre no apareció. Quizá encontró marido. La última vez, llevaba mucho maquillaje, ocultando arrugas. Su perfume le molestaba. Sonia no usaba perfumes.

Fue a invitarla a su boda. Simple, pero boda al fin. No estaba. La vecina dijo que hacía tiempo que no la veía.

Al graduarse, le ofrecieron quedarse como profesor. Adela no se recuperó del todo, pero mejoró. Había dinero. Podían pensar en un hijo. Cuando se lo dijo a Sonia, ella bajó la mirada.

—Ya hay uno. Estoy embarazada.

Su madre apareció cuando Sonia ya mostraba la curva de su vientre. No se sabía por qué volvía. Gritó, como siempre, que era un ingrato, que ni la invitó a la boda. No mencionó la enfermedad de Adela. Escupió veneno y se fue. Esa noche, Adela, tan frágil aún, empeoró. La ambulancia la llevó. Un segundo infarto la venció.

En el velorio, su madre lloró con lágrima borracha, diciendo que ahora eran huérfanos. A la mañana siguiente, Juan no encontró sus llaves.

—Toma las mías, yo vuelvo tarde —dijo Sonia.

En la facultad, le dieron el día libre. Al llegar, vio las llaves en la mesa… y huellas de barro. Su madre hurgaba en los armarios.

—¿Tú robaste mis llaves? —dijo fuerte.

Ella saltó, sorprendida.

—¿—Sí, hijo, vine a buscar lo que es mío —dijo ella, apretando el puño donde brillaban los pendientes de rubíes, pero al ver la mirada fría de Juan, bajó la cabeza y salió sin decir más, dejando atrás el último vestigio de su egoísmo, mientras él cerraba la puerta y abrazaba a Sonia, decidido a ser para su hija el padre que él nunca tuvo.

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