¡Una nuera así es imprescindible!

**”¡Una nuera así nos la queremos para nosotros!”**

Isabel extendió con delicadeza la masa quebrada sobre el molde. Su hijo Adrián y su nuera Lucía llegarían en un par de horas. El silencio se rompió con el timbre estridente del teléfono. Se secó las manos en el delantal y contestó.

—¿Diga?
—Buenas tardes —sonó una voz femenina desconocida al otro lado—. ¿Habla con Isabel Martínez de la Vega?
—Sí, soy yo —respondió Isabel, con un instinto de alerta que le tensó los hombros.
—Me llamo Carmen Valdés. Soy la exsuegra de Lucía. Su nuera.

Isabel se sentó lentamente en una silla de la cocina. *¿Exsuegra?* Recordó las escasas pero amargas menciones de Lucía sobre su pasado matrimonial.
—Entiendo —dijo con calma forzada—. ¿En qué puedo ayudarla, Carmen?

El tono de la mujer perdió toda cortesía de golpe, volviéndose áspero, venenoso, cargado de rencor.
—Quería saber cómo le va a nuestra Lucía con ustedes. ¿Ya se han dado cuenta de lo inútil que es? ¡Si supiera el infierno que vivimos por culpa de ella!
—Carmen, no entiendo. Lucía es una chica maravillosa. ¿Por qué habríamos de arrepentirnos?
—¿Maravillosa? —chilló Carmen—. ¡Es una vaga! Yo friego el suelo *todos los días*, como debe ser. ¿Y ella? ¡Una vez por semana y a regañadientes! ¡Y las cortinas! ¿Cuándo las lavó por última vez? ¡Yo las limpio cada mes, religiosamente!

¿Y ella? ¡Ni se acuerda! El polvo le llega a las rodillas. ¡Y la comida…! Envenenó a mi pobre hijo. Sopa aguada, croquetas como suelas de zapato… ¡Hasta le dio una úlcera!
—En su casa hay un orden impecable —replicó Isabel con firmeza—. Y cocina de maravilla. Yo misma le enseñé algunos secretos, y tiene mucho talento. A nosotros no nos falta nada. Y lo de la úlcera de su hijo, ¡seguro fue por el exceso de alcohol!

—¡Ah, no les falta nada! —gritó Carmen, sin escuchar—. ¿Y cómo trataba a mi hijo? ¡Llegaba cansado del trabajo, se tomaba unas copas para relajarse, como cualquier hombre! ¿Y ella? En vez de servirle una copa y acostarlo con mimos, ¡le armaba escándalos! ¡Una arpía sin corazón!

Isabel cerró los ojos. Sabía, por boca de Lucía, que su exmarido volvía de madrugada, destrozaba la casa, la insultaba. Y conocía a Adrián, un hombre serio que no bebía, que llevaba flores a su mujer y se enorgullecía de sus logros.
—Mi hijo —dijo Isabel, marcando cada palabra— no llega borracho a casa. *Nunca*. Respeta a su esposa y su hogar. Y Lucía no tiene motivos para gritarle. Son felices.

Un silencio denso llenó la línea. Carmen respiró hondo, como preparando otro ataque. Cuando volvió a hablar, su voz era un susurro lleno de odio:
—¿Felices? ¡Ja! ¿Sabe siquiera que es hija del orfanato? Nos apiadamos de ella, pero en esos sitios crían a gente rara. ¡No es casualidad que sea estéril! ¡Una inútil! Verá cómo pasan los años y no les da nietos. ¡Entonces entenderá la basura que han metido en casa!

—Carmen —la voz de Isabel resonó clara, como si estuviera frente a ella—, está usted muy equivocada. En esta familia hay paz, respeto y amor. Yo adoro a Lucía. Me llama madre. Claro que sabemos que creció en un orfanato, y no es culpa suya. Al contrario, le he dado el cariño que nunca tuvo.

Es buena, es dulce. Y respecto a los nietos… se ha quedado atrasada. Lucía y Adrián esperan un bebé. Pronto. Así que sus “augurios” no tienen sentido.

Silencio. Luego, un jadeo entrecortado. De pronto… sollozos. El rencor se quebró en llanto patético.
—¿Un bebé? —rugió Carmen, con voz quebrada—. ¿Seguro que es de su hijo? ¡Ah, Dios mío…! Mi niño…

Los sollozos se hicieron más fuertes.
—Está perdido. Bebe, no aguanta un trabajo, vive como un mendigo… ¡Y yo solo quiero un nieto! ¡Uno solo!

Isabel escuchó, con lástima. Pero no por Carmen, sino por la Lucía que sufrió años de esa crueldad.
—Carmen… —empezó, pero la otra la interrumpió, con voz súbita y pegajosa:
—Oiga… ¿Y si las cosas con su Adrián no funcionan? Si se divorcian… ¡Avíseme! ¡Por favor! A lo mejor mi hijo espabila…

Ahora que, según usted, es buena cocinera y ordenada… ¡Podría volver con nosotros! ¡Solo dígamelo si pasa algo! ¡A ella no le quedará otra opción!

Ahí estaba. No era arrepentimiento. Era la envidia de ver que lo que despreció, en otras manos, brillaba como un diamante. La esperanza egoísta de recuperarlo.

Usar a Lucía otra vez. Como criada. Como vientre para los nietos que ansiaba.
—Una nuera como Lucía nos la queremos para nosotros. No llame más. *Jamás*.

Colgó. Luego bloqueó el número. La rabia y la pena se mezclaban en su garganta, pero más fuerte era la certeza:

Estaban protegidos. Su hogar, Adrián, y esa Lucía frágil pero fuerte que había aprendido a ser feliz.

Volvió a la mesa, cubrió la masa con un paño limpio. Pronto la casa se llenaría de risas, del olor a pastel recién horneado. Y de un nuevo llanto, lleno de vida.

Recordó cuando Adrián la llevó por primera vez. Timorata, como un pajarillo herido. Costó ganarse su confianza, pero ahora era su hija.

Qué pena que su marido murió joven, sin ver a su hijo tan feliz. Ella lo crió sola, le ayudó a comprar el piso donde ahora vivían con Lucía.

Una hora después, sonó el timbre. Isabel se secó una lágrima, se alisó el delantal y abrió. En la puerta estaban Adrián, con un ramo de lilas, y Lucía. Su vientre redondeado, su rostro en paz.

—¡Mamá! —gritó Lucía, abrazándola—. ¡Huele delicioso! ¿Qué haces?

Isabel la estrechó fuerte.
—Una tarta de mantequilla, cariño —susurró, besándole la mejilla—. Adrián, pon las flores en agua.

Los guió al salón, mirando de reojo el teléfono. Aquella voz llena de veneno parecía lejana, ajena. Aquí, entre la luz y las flores, reinaba la vida verdadera.

La vida que habían construido. La vida que ella, guardiana de esa felicidad, no dejaría que nadie empañara.

Todo estaba bien. Y así seguiría.

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