Una noche de octubre bajo la lluvia…

En una lluviosa tarde de octubre, la misa vespertina llegaba a su fin. Pocos fieles se habían atrevido a salir de casa con aquel temporal. El agua golpeaba los cristales de la iglesia, mezclándose a ratos con copos de nieve húmeda.

Poco a poco, la iglesia fue quedando desierta. Las puertas se abrían y cerraban, y las corrientes de aire hacían temblar las llamas de las velas, que despedían espirales de humo. Natalia, la encargada de la tienda de velas, se quedó sola.

Recorrió el templo, apagando cirios y limpiando los restos de cera con un pincel. Después, se encargó de las lamparillas que ardían ante los santos. La única luz que quedaba era la bombilla sobre el mostrador, cuyo reflejo bailaba en los marcos dorados de los iconos cercanos.

Del altar lateral salió el padre Valentín, envuelto en su sotana y una chaqueta negra.

“¿Ha llegado ya el conserje?” preguntó al pasar junto a Natalia.

“Todavía no. ¿Quiere que le diga algo?” respondió ella.

“No. Hasta mañana.” Asintió y se dirigió hacia la salida.

Natalia fue por un cubo de agua y una fregona. Le gustaba llegar por la mañana a una iglesia limpia. De pronto, una ráfaga de aire frío hizo que la pesada puerta se cerrara con un golpe sordo. Se volvió y vio al conserje, que se santiguó al entrar, le hizo un gesto con la cabeza y pasó de largo hacia su cuartucho. Natalia nunca le había oído hablar, aunque el padre Valentín aseguraba que no era mudo.

Cuando terminó de limpiar, se quitó el delantal, revisó una última vez que todas las lamparillas estuviesen apagadas, murmurando oraciones bajo su respiración.

“Me voy,” anunció, y su voz resonó bajo las bóvedas del templo.

Apagó la luz y empujó la puerta. En el escalón de la entrada se detuvo, escuchando. No oyó pasos, pero el cerrojo chirrió: el conserje había echado el pestillo. Entonces, un sonido agudo.

Bajó la mirada, esperando ver un gatito o un cachorro refugiándose de la lluvia, pero en su lugar distinguió un bulto pálido en la oscuridad, del que provenía aquel llanto.

“¡Niña! ¿Quién te ha dejado aquí?” Se inclinó, levantó el lío ligero y apartó la esquina de la manta. Un rostro diminuto y arrugado se asomó.

“Dios mío, ¿qué corazón de piedra tuvo tu madre para abandonarte así?” Pensó en llamar a la puerta de la iglesia, en avisar a la policía o a una ambulancia, pero algo en su interior la impulsó a llevarse a la criatura a casa. Ya llamaría luego al padre Valentín.

No dio ni dos pasos cuando una mujer emergió de las sombras.

“Devuélvemela,” gritó, arrebatándole el bulto.

Por la voz, era joven, apenas una chiquilla.

“¿Es tuya? Pecado es dejar a un bebé así,” reprendió Natalia.

“¡No la he abandonado! Solo la dejé un momento,” sollozó.

“¿Por qué no entraste en la iglesia?”

La muchacha no respondió. Se volvió para irse, apretando a la niña contra su pecho.

“¿Adónde vas?” la llamó Natalia.

La joven aminoró el paso, mirando por encima del hombro.

“Veo que no tienes a dónde ir,” musitó Natalia. “¡Espera!” Se acercó. “Vente conmigo. Vivo cerca. La niña llora, debe de tener hambre o estar mojada. Y tú, empapada. No es noche para ir así.”

La joven dudó, pero al final siguió a Natalia. No tenía otro sitio al que ir.

Mientras caminaban, Natalia habló sin parar: de su viudez, de cómo Dios no le había dado hijos, de que aquella visita era una alegría. “Mañana iré por pañales, no te preocupes.”

Al llegar, vio que la ropa de la muchacha estaba calada. Los labios, amoratados.

“Deja que te coja a la niña mientras te secas,” dijo Natalia al entrar. Pero la joven ya había desenvuelto a la bebé en el sofá. Aquellas manitas diminutas se movían, la boquita se abría buscando alimento. El corazón de Natalia se llenó de ternura.

“Qué hambre tiene. Voy a por pañales.”

Su vecina, Lola, le entregó un paquete lleno de cosas. “Para que no las tire.”

Al volver, encontró a la joven amamantando a la niña.

“Tienes leche. Menos mal, la fórmula sale cara.” Pasó un rato antes de que la bebé, ya limpia y alimentada, se durmiera en el sofá.

“Sopa de pollo, recién hecha. Y té con leche. Ayuda a la lactancia.” Natalia suspiró. “¿Cómo te llamas?”

“Lidia.”

“Yo, Natalia.”

“Y ella, Vega.”

Cuando Lidia se calmó, contó su historia. Había salido del hospital sin un lugar al que ir. “Pensé en tirarme al río con ella. Pero al llegar a la iglesia, no pude. La dejé ahí, para que la encontraran rápido.”

Sus padres divorciados, su madre recién casada, un novio que la presionó para abortar…

“Vive conmigo,” dijo Natalia. “Yo siempre quise hijos. Dios te trajo a mí, y a mí a ti, para enseñarnos a amar y perdonar.”

Los años pasaron. Vega creció, Lidia terminó sus estudios. Hasta que un día, Vega, ya universitaria, llegó preocupada.

“Creo que mi profesor me mira de manera especial.”

Cuando Lidia oyó el nombre —Gabriel Ignacio Montes—, un frío la recorrió.

Fue a confirmarlo. Y allí estaba él, igual que siempre.

“¿Me recuerdas?” preguntó Lidia, temblando.

Él negó, hasta que ella pronunció su nombre.

“Vega es tu hija,” dijo al fin.

Gabriel palideció. “No lo sabía.”

“Porque no quisiste saberlo,” replicó Lidia. “Pero no permitiré que le hagas lo mismo que a mí.”

En casa, se lo contó a Vega. “Perdóname. Casi te abandono. Pero Natalia nos salvó a las dos.”

Vega, años después, se casó. Invitó a Gabriel, aunque Lidia apenas lo saludó.

Con el tiempo, Lidia encontró paz en la iglesia. Y, quizá, otro amor. Pero esa, ya es otra historia.

Rate article
MagistrUm
Una noche de octubre bajo la lluvia…