Era una noche cualquiera en Madrid. Las calles se bañaban en la cálida luz de las farolas, y la gente seguía con sus rutinas: unos paseaban a sus perros, otros volvían del trabajo, algunos charlaban frente a la tienda. Un coche patrulla de la Policía Nacional, un todoterreno gris con la franja característica, avanzaba lentamente junto a la acera. Dentro iban dos agentes: el inspector Delgado y la agente Mendoza.
Tranquilidad total bostezó Delgado, mirando por la ventana.
Sí, pero ya sabes cómo es esto sonrió Mendoza. La calma que precede a la tormenta.
No había terminado de hablar cuando, de la puerta de un edificio, salió corriendo una niña pequeña. No tendría más de cinco años. Llevaba el pelo castaño revuelto, un pijama de conejitos y estaba descalza. El terror le pintaba el rostro.
Corrió directa hacia el coche patrulla. Delgado frenó de golpe, y ambos agentes saltaron del vehículo.
Eh, ¿estás bien? Mendoza se agachó a su altura.
¿Vosotros sois policías, verdad? La niña jadeaba, sin aliento.
Sí, cariño. ¿Qué ha pasado?
Debajo de mi cama hay un hombre. Lleva una máscara. Lo he visto.
¿Dónde están tus padres? frunció el ceño Delgado.
Mamá está en el baño. Le grité, pero me dijo que no la asustara.
Los agentes intercambiaron una mirada. Podía ser un cuento infantil, pero los ojos de la niña temblaban de puro miedo.
¿Cómo era ese hombre? preguntó Mendoza con suavidad.
Ropa negra. Una máscara como de ninja. Me desperté y lo vi arrastrándose bajo la cama. Creía que yo dormía
¿Y tú saliste corriendo? aclaró Delgado.
Sí. Enseguida. Me escondí en el armario, pero luego os vi desde la ventana
Vale asintió Mendoza. Vamos a comprobarlo. Más vale prevenir.
El piso estaba en el tercer piso. La madre de la niña, una mujer asustada y avergonzada en bata, les aseguró que no había oído nada y que pensó que su hija solo tenía miedo a la oscuridad.
Últimamente dice que hay cosas escondidas en los rincones se disculpó. Tiene mucha imaginación.
Los agentes revisaron la habitación con sus linternas. Bajo la cama no había nadie.
Quizá se escapó susurró la niña, desde la puerta. Pero yo lo vi. ¡De verdad!
Delgado iba a bromear, pero Mendoza lo detuvo con un gesto.
Espera. Revisemos las cámaras. Esta niña no miente con esa mirada.
Lo que vieron en las grabaciones los dejó helados.
Las imágenes de las cámaras de seguridad lo convirtieron todo en una película de terror. Quince minutos antes de que la niña saliera corriendo, se había registrado un robo en el edificio contiguo. Dos delincuentes, vestidos de negro, habían salido con bolsas al hombro.
En otra cámara se veía cómo, al ver el coche patrulla, uno de ellos se desvió, trepó por una bajante y entró por una ventana entreabierta justo en el piso de la niña.
Ahí está respiró Mendoza. Justo antes de que ella viniera hacia nosotros.
En el siguiente fragmento, el hombre saltaba por otra ventana y desaparecía entre los edificios.
Al día siguiente lo atraparon. Su cómplice, detenido esa misma noche, lo delató para conseguir un trato más leve.