Había una mujer que estaba enamorada de un hombre. Sentía mariposas en el estómago cada vez que lo veía. Le gustaba mucho, le atraía profundamente. Estaba convencida de que era amor.
Y, claro, se frustraba. Porque el tipo no le correspondía, por más que ella lo intentara: le hablaba con voz dulce y coqueta, le lanzaba miradas sugerentes, buscaba cualquier excusa para charlar, incluso se desabrochaba el primer botón de la blusa… Todo según el manual. Y nada. Cero.
Para colmo, el hombre empezó a fijarse en otra compañera de trabajo. Una señora normalita, incluso mayor que él. Se pasaban horas hablando, él le traía café de la máquina, la miraba con esa calidez en los ojos… Hasta empezó a acompañarla a casa en su coche. ¡Y eso que la mujer ni siquiera sabía conducir!
¿Cómo podía ser? Si ella, la enamorada, era obviamente más guapa y más joven. Pero no le gustaba. No despertaba nada en él.
La verdad era sencilla: esta mujer no sabía—ni quería saber—nada real sobre él. Sabía que estaba soltero, que ganaba bien (muy bien), que llevaba trajes caros y conducía un buen coche. Punto. Nada más le importaba.
A ella solo le interesaba el hombre en sí. Guapo, fascinante, con esos brazos en los que soñaba refugiarse. Quería una relación. Casarse con él.
¿Y de qué hablaría tanto con esa mujer tan normal? Mensajes, llamadas, horas en el coche sin moverse… Eso no es amor, pensaba. Eso son conversaciones.
Pero el amor *son* las conversaciones. Es entenderse sin palabras. Reírse de un chiste antes de que termine, porque ya lo pillaste. Hablar el mismo idioma, aunque sean tonterías. Es que te importe todo de esa persona. Absolutamente todo. Desde su primer grito hasta su último suspiro.
¿Has comido? ¿Y tu padre, mejoró el tratamiento? ¿Te sigue doliendo la espalda? Oye, ¿te acuerdas de aquella película de Simbad el Marino, la antigua, con el monstruo de plastilina persiguiéndolo? Pónte el abrigo, que hoy refresca. ¿Jugabas a balontiro en el campamento?
Maugham dijo algo una vez… ¿lo recuerdas? Mira, las hojas están amarillas como cartas viejas. Mi violeta ha florecido, después de años sin dar ni una flor. Tú en el cole cuidabas plantas, ¿verdad? Hasta te emocionaste cuando tu cactus echó flores.
Déjame tocarte la frente, que estás caliente. Llévate gorra, que hace viento.
Y abrazarte. Porque por ti vivo y respiro. Y eres mío. Como yo soy tuya.
Para un extraño, esto es palabrería. Tonterías sin sentido. Pero no. Es el lenguaje del amor, que solo entienden quienes aman de verdad. Es ese interés profundo por la vida del otro.
Ella solo se interesaba por sí misma. Por lo que llamaba «amor», pero que en realidad era hambre. Deseo de poseer algo bonito. De devorar lo que calmara su ansiedad.
Pero nada será tuyo si no lo entiendes. La música que no comprendes, nunca será tuya. Los versos que no captas, tampoco. Y una persona jamás será tuya si no la entiendes. Ni quieres entenderla. Vas por la vida con las tripas rugiendo, queriendo devorar al otro…
Y no hay truco que provoque amor. Solo puedes despertar el mismo apetito en otro egoísta. Y al final, ¿qué haces juntos? Sois dos desconocidos. No os une nada.
Puedes amar un cisne. Admirarlo, cuidarlo, protegerlo del frío. O puedes amarlo y convertirlo en paté, como hacía Enrique VIII. Comértelo. Y luego, con la panza llena, preguntarte: ¿y ahora qué? ¿Dónde está el cisne?
Así es con el amor. Hay quien no entiende a los demás, ni el amor mismo. Y siguen desabrochándose botones, hablando con voz melosa, lanzando miradas. A veces atrapan su cisne. Pero no hay felicidad ahí. Solo hartazgo momentáneo.
Y explicarles qué es el amor… es inútil. No lo entienden.