En un pueblo de Castilla vivía una mujer llamada Carmen Díaz. Creía llevar una vida digna, aunque no había formado familia ni tenido hijos. Pero tenía su propio piso, siempre impecable, y un trabajo respetable como contable en una fábrica de muebles.
Pasó los años tranquila, llegando a los cincuenta satisfecha con su suerte, sobre todo al compararse con sus vecinos. Le gustaba pensar que ella lo había hecho todo bien, pues era buena persona y no hacía daño a nadie.
Sus vecinos, en cambio, eran toda una calamidad. En su mismo rellano vivía una mujer de más de sesenta años que, ¡qué vergüenza!, llevaba el pelo teñido de azul. ¡A su edad! Además, vestía ajustados vestidos y vaqueros, provocando las burlas de todos. “Una loca de pueblo”, pensaba Carmen.
De la tercera vecina ni hablar: una chica de veintiún años que ya tenía una hija de cinco. Seguro que quedó embarazada aún en el instituto. Y encima se juntaba con la vieja de pelo azul, que cuidaba a la niña mientras la joven trabajaba. “Gente así siempre se junta”, murmuraba Carmen. “A mí ni me miran, porque saben que soy decente”.
El último vecino era un hombre de unos treinta años, cubierto de tatuajes. La primera vez que lo vio, Carmen se escandalizó. “¿Qué persona normal se pinza así? Claramente no tiene otro modo de llamar la atención. Más le valdría leer un libro”.
Así pasaba los días, criticando a sus vecinos en conversaciones con su única amiga por teléfono. Hasta que una tarde, regresando del trabajo con un dolor de cabeza insoportable, el mundo comenzó a dar vueltas. Se dejó caer en un banco del portal, mareada, cuando sintió un suave toque en su brazo. Era la vieja del pelo azul.
“¿Se encuentra bien?”, preguntó con preocupación.
“Me duele la cabeza…”, susurró Carmen.
“Venga, vamos a casa de Jorge. Vive en nuestro piso, es cardiólogo”.
Carmen no lo sabía. Al verlo en la puerta, su sorpresa fue mayor: era el hombre tatuado que tanto despreciaba. Él le tomó la tensión, le dio una pastilla y la tranquilizó. “Debe cuidarse, incluso una mujer joven como usted”, dijo con una sonrisa.
Carmen se ruborizó al recordar sus comentarios sobre él. Esa noche, mientras descansaba, llamaron a su puerta. Era la vecina del pelo azul, con la niña de la joven madre.
“Quería asegurarme de que estaba bien”, dijo. “Perdone que traiga a Lucía, pero su hermana Ana está trabajando… Llevo tiempo queriendo hablar con usted, pero nunca me atrevía”.
Carmen, sin saber por qué, las invitó a pasar. Mientras tomaban té, la vecina contó su historia: había cuidado a su madre enferma desde los catorce años, sacrificando estudios y juventud. “Ahora me divierto un poco, gracias a Ana. Ella me tiñó el pelo… Aunque su vida es más dura: sus padres murieron en un accidente, y cría a su hermana pequeña sola. Jorge, el médico, a veces les ayuda”.
Cuando se marcharon, Carmen se quedó pensativa. Tal vez podría ofrecerse a cuidar de Lucía alguna vez. Y quizás ese tinte rojo que siempre quiso probar no era tan malo. Al día siguiente, iría a preguntar a su vecina. Y, por supuesto, invitaría a Jorge a merendar, para agradecerle su ayuda.