Una señora de casi setenta años entró en una tienda de moda en Madrid.
Llevaba el pelo revuelto, ropa ajada y unas alpargatas desgastadas.
En la mano traía una bolsa de la compra arrugada, y en su rostro… una expresión de cansancio infinito.
Apenas cruzó la puerta, dos dependientas comenzaron a observarla de soslayo.
—No va a gastarse ni un euro— susurró una.
—Seguro que solo viene a curiosear— añadió la otra.
La mujer, con voz temblorosa, preguntó si tenían vestidos de gala.
Las vendedoras intercambiaron miradas antes de que una respondiera:
—¿Para qué quiere algo así? Aquí solo llevamos prendas finas.
Ella no replicó. Bajó los ojos, pero en lugar de marcharse, siguió recorriendo los percheros…
Hasta que, de pronto, sus manos se posaron sobre un vestido carmesí. Lo abrazó contra su pecho y esbozó una sonrisa.
—Este es el ideal— murmuró.
Las empleadas soltaron risitas, hasta que una se acercó con fingida dulzura:
—Ese vale más de quinientos euros… ¿tiene para pagarlo?
La anciana sacó un sobre manchado de su bolsa y lo vació sobre el mostrador.
Billetes arrugados, monedas oxidadas, algunos pegados con celo… pero todo el dinero estaba allí, contado al céntimo.
Las chicas enmudecieron.
—¿Para quién es el vestido?— preguntó una, ahora con voz suave.
La mujer, con los ojos húmedos, respondió:
—Para mi niña.
Hoy cumpliría dieciocho años.
La tuve cuando ya creía que jamás sería madre.
Los médicos decían que era imposible… pero el cielo me la concedió.
Se fue hace dos meses, pero yo le prometí que el día de su fiesta… le llevaría el vestido que tanto deseaba.
Este… este era el que amaba.
Me lo señaló en una foto, poco antes de partir.
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A veces juzgamos al prójimo sin conocer el peso que arrastra en el corazón.
Y cuando solo miramos las apariencias… perdemos de vista lo esencial:
El amor que alguien sigue dando, aunque ya no tenga nadie a quien ofrecerlo.