**Diario de un día especial**
Hoy cumplió setenta años mi querida tía Carmen. ¡Todo un hito! Para la ocasión, compró una tela preciosa y encargó un vestido elegante, de esos que hacen volver la cabeza. Además, por internet, se compró unos pendientes de plata, carísimos. Cuando se los puso y se miró al espejo, pareció rejuvenecer de golpe.
No se puede vivir sin alguna que otra alegría nueva pensó. Esto levanta el ánimo.
Luego se puso a cocinar, preparando manjares para sus invitados: sus hermanas vendrían de visita, y su hermano traería a su madre, una anciana que pronto cumpliría noventa y cinco años. La mesa relucía con la vajilla de los días grandes, y la comida olía tan bien que daba hambre con solo mirarla.
Cuando llegaron los invitados, sentaron a la abuela en el lugar de honor. Como siempre, ella estaría un rato y luego descansaría en la habitación de al lado.
Carmen apareció con su vestido nuevo y los pendientes brillando. Al verla, todos soltaron un “¡oh!” de admiración. Le encantó esa sorpresa en sus rostros, ese reconocimiento. Brindaron con la primera copa, luego con la segunda, como manda la tradición. Pero entonces, una de sus hermanas soltó de pronto:
Vaya, me has dejado de piedra. A tus setenta años, encargar un vestido nuevo. Y esos pendientes, tan caros… ¿Para qué? Si no sales de casa, no trabajas, no vas al teatro. Tienes armarios llenos de vestidos bonitos. ¿No podrías seguir usándolos?
Las otras asintieron, contando cómo sus propios armarios rebosaban de ropa que jamás podrían gastar. De repente, el vestido le pesó como una losa, los pendientes le tiraron de las orejas, y algo en su alma se quebró.
Setenta años… La vida pasó, y aquí estoy, una vieja vestida de fiesta.
Su sonrisa se borró, endureciendo su rostro. No le apetecía hablar, ni comer, ni seguir con la celebración. Los invitados, notando el cambio, bajaron la voz.
Fue entonces cuando la abuela, que hasta entonces había guardado silencio, habló:
Mi madre vivió casi cien años. Y mi padre también. Somos gente longeva. Cuando ella cumplió noventa, mi padre fue al mercado y le compró un mantón granate. En la cena, lo sacó de su escondite y lo puso sobre sus hombros. Ella, rejuvenecida, acariciaba el mantón con sus manos arrugadas, como si le hubieran quitado veinte años de encima.
Hizo una pausa y añadió con firmeza:
Lo importante es el alma. No vivimos para las cosas, sino que ellas están para alegrarnos. Lo que nos hace felices es el amor y el cariño de los nuestros. ¿O ya lo habíais olvidado?
Miró directamente a la hija que había criticado el vestido:
Y a ti, niña, te diré una cosa: muerde ese veneno de tu lengua antes de soltarlo al aire.
Se levantó y se fue a descansar. El silencio se hizo más pesado. Aunque la hermana se disculpó, el daño ya estaba hecho. La conversación no fluía; las bromas caían en saco roto.
Hasta que llegaron su sobrina favorita, Lucía, y su marido. Entraron animando la sala, felicitaron a Carmen con efusividad. Él se arrodilló para entregarle un ramo de rosas y tarareó una copla antigua. Lucía abrió una cajita: dentro había un collar de perlas del río. Todos exclamaron admirados.
¿Dónde encontraste esto? preguntaron.
Ella lo colocó con cariño en el cuello de su tía, la llevó al espejo y la abrazó, riendo. La mesa recuperó el bullicio, las risas, los brindis sinceros. La toxicidad se disolvió en pura alegría.
Carmen, rejuvenecida, elegante, con sus perlas al cuello, pensó:
Setenta años… ¡Qué más da! Todavía queda mucho por vivir y disfrutar.
Y así, rodeada de amor, recordó que la felicidad no entiende de edades.
**Lección del día:** Las palabras pueden sanar o envenenar. Elige las primeras, porque, al fin y al cabo, lo que queda no son los años, sino el amor que compartimos.