Una señora de casi setenta años entró en una tienda de moda.
Llevaba el pelo despeinado, ropa gastada y unas alpargatas viejas.
En la mano sostenía una bolsa de plástico arrugada, y en su rostro se notaba el cansancio.
Nada más cruzar la puerta, dos dependientes comenzaron a observarla de soslayo.
—No va a comprar nada…
—Seguro que solo viene a curiosear.
La mujer, con voz suave, preguntó si tenían vestidos de fiesta.
Las vendedoras se miraron y una respondió con tono cortante:
—¿Para qué lo necesita? Aquí solo vendemos prendas de calidad.
Ella no replicó. Bajó la vista pero siguió recorriendo los pasillos.
De pronto, encontró un vestido rojo. Lo abrazó contra su pecho y sonrió.
—Este es el ideal —susurró.
Las empleadas soltaron una risita burlona, hasta que una se acercó:
—Ese vale más de quinientos euros… ¿puede pagarlo?
La señora sacó un sobre desgastado de su bolsa y lo vació sobre el mostrador.
Billetes arrugados, monedas oxidadas… pero todo estaba allí, hasta el último céntimo.
Las vendedoras enmudecieron.
—¿Para quién es el vestido? —preguntó una, ahora con voz amable.
La mujer, con los ojos húmedos, contestó:
—Para mi hija.
Hoy cumpliría veintiún años.
La tuve cuando ya había perdido la esperanza de ser madre.
Los médicos decían que era imposible… pero Dios me la concedió.
Partió hace tres meses, pero le prometí que el día de su cumpleaños… le llevaría el vestido que tanto deseaba.
Este era el que ella amaba. Me lo señaló en un catálogo antes de marcharse.
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A menudo juzgamos sin conocer las batallas que otros libran en silencio.
Cuando solo miramos la superficie, perdemos de vista lo esencial:
El amor que alguien guarda en el corazón, incluso cuando ya no queda nadie para recibirlo. La verdadera elegancia no está en la ropa, sino en el alma.