Una mujer casi septuagenaria descubre un nuevo estilo en una tienda.

Una señora de casi setenta años cruzó la puerta de una boutique en Madrid.

Llevaba el pelo revuelto, un abrigo desgastado y unas alpargatas ajadas. En la mano, una bolsa de la compra arrugada, y en su rostro, la huella del cansancio.

Nada más entrar, dos dependientes intercambiaron miradas de soslayo.
—Esta no va a gastar ni un euro…
—Seguro que solo viene a curiosear.

Ella, con voz temblorosa, preguntó si tenían trajes de gala.
Las vendedoras se miraron, y una respondió con desdén:
—¿Para qué necesita algo así? Aquí solo llevamos prendas finas.

La mujer no replicó. Bajó los ojos. Pero en vez de marcharse, siguió recorriendo los percheros… hasta que, de pronto, agarró un vestido carmesí. Lo abrazó contra su cuerpo y sonrió.
—Este es el indicado —susurró.

Las dependientes soltaron una risita, hasta que una se acercó con gesto altivo:
—Ese vale más de quinientos euros… ¿puede pagarlo?

La anciana sacó un sobre manoseado de su bolsa y lo vació sobre el mostrador. Billetes arrugados, monedas oxidadas… pero todo contado al céntimo.

El silencio se apoderó de la tienda.
—¿Para quién es el vestido? —preguntó la vendedora, ahora con voz suave.

La mujer, con los ojos vidriosos, respondió:
—Para mi hija. Hoy cumpliría veintiún años.

La tuve cuando ya creía que jamás sería madre. Los médicos decían que era imposible… pero el cielo me la concedió.

Se fue hace tres lunas, pero yo le prometí que el día de su cumpleaños… le llevaría el traje que más le gustara. Y este… este era el que soñaba. Me lo enseñó en una revista días antes de partir.

A veces medimos a las personas por lo que llevan puesto, no por lo que guardan en el pecho.
Y cuando solo miramos la superficie… perdemos de vista lo único que importa:

El amor que alguien sigue dando, incluso cuando ya no queda nadie para recibirlo.

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Una mujer casi septuagenaria descubre un nuevo estilo en una tienda.