Julia se giró y observó a una mujer joven, sin recordar quién era ni de dónde la conocía. La desconocida se acercó, resbaló en el hielo invernal de Madrid, y Julia la sostuvo antes de que cayera. Un rostro del pasado emergió entre la niebla de su memoria.
—¿Ángela? ¡Ángela Márquez! ¡Dios mío! ¿De dónde sales?
—Iba pasando por el colegio Santa María y te vi salir… ¡Qué casualidad! ¿Cómo estás? ¿Sigues siendo esa chica tan ocupada que se marchó a Barcelona?
—¿Ocupada? Te llamé, pero tu número ya no existía…
—Perdí el móvil aquel verano… Bah, da igual. ¿Tú qué? ¿Vives aquí?
—¡Ven a casa! Mañana hacemos una cena con amigos. ¿Te animas?
—No quiero molestar…
—¡Tonterías! ¿No jugábamos juntas en el patio del Reyes Católicos? Mira, aquí está la dirección. ¿Te quedas en algún hotel?
—Sí, me lo cubre la agencia. Trabajo como agente inmobiliario.
—¿Y tu marido? ¿Sigues con…?
—¡Claro! ¿No recuerdas a Borja? Nos casamos hace ocho años. Tenemos dos niños: Miguel y Anita.
Ángela esbozó una sonrisa tensa. Esa noche, durante la cena, Julia comentó el encuentro a su esposo.
—¿Ángela Márquez? ¿La que montaba en tu bicicleta? —preguntó Borja, cortando el jamón serrano con demasiado interés—. ¿Qué hace en Madrid?
—Dice que viene por un curso. Vendrá mañana.
Al día siguiente, los invitados admiraron el piso de tres habitaciones cerca de la Plaza Mayor. Ángela llegó tarde, envuelta en un abrigo de piel y una risa que heló a Julia. Contó anécdotas «graciosas» de su infancia: cuando Julia lloraba por los suspensos o se escapaba de clase.
—¡Qué tímida eras! —exclamó Ángela, bebiendo vino rioja—. Menos mal que Borja te sacaba a pasear…
Julia se refugió en la cocina. Desde allí, oyó la conversación en el balcón:
—Llevo años esperando mi piso —murmuraba Ángela—. Tú vives como un rey. O me das una hipoteca como la tuya, o le digo a tu mujercita lo de nuestro «hijo».
Julia entró en el salón, pálida. Los amigos se despidieron rápido.
—¿Cuánto le has dado? —preguntó a Borja, mientras Ángela fumaba un cigarillo con mano temblorosa—. ¿Cinco años pagando por un niño que no existe?
—¡Fotos falsas! —confesó Borja—. Pensé que era mi obligación…
Ángela soltó una carcajada.
—¿En serio creíste que un crío de una noche en Ibiza era tuyo? ¡Idiota!
—Devuélvele cada euro —ordenó Julia, bloqueando la puerta—. O denuncio el chantaje.
—Inténtalo. Sin pruebas, soy solo una amante despechada —replicó Ángela, escabulléndose.
Esa madrugada, Julia y Borja hablaron frente al ventanal madrileño.
—Perdón —murmuró él—. Temía perderte.
—La próxima vez, habla —susurró ella, abrazándolo—. Hasta las bicicletas se oxidan si no las cuidas.
Fuera, la nieve seguía cayendo sobre la ciudad, limpiando las huellas del pasado.





