Una madre amorosa que elige el camino de la comprensión.

Olga Serrano sabía que nunca sería esa suegra malvada. Al fin y al cabo, era una mujer buena y sensible, que había criado a su hijo Javier entendiendo que algún día formaría su propia familia. Y su hijo no le debía nada.

Así que cuando Javier llevó a casa a su prometida, una chica dulce llamada Alba, Olga la recibió con los brazos abiertos.

Alba, por su parte, se esforzaba por caerle bien a su futura suegra. Elogiaba su comida, decía que su piso era muy bonito y no paraba de hacer cumplidos. Olga estaba segura de que no habría conflictos entre ellas.

Javier y Alba decidieron vivir juntos. Él sugirió, medio en broma, que podrían compartir piso con su madre, pero a Olga no le entusiasmó la idea.

—Por supuesto que no os echo. Pero, hijo mío, es una tontería. Los jóvenes y los padres deben vivir separados. Cada uno tiene su ritmo y a veces se necesita tranquilidad. Además, dos mujeres en la misma cocina siempre es un problema.

Javier escuchó a su madre, pero pagar el alquiler le resultaba complicado. Entonces, Olga propuso ayudarles hasta que se estabilizaran.

—Puedo pagar un tercio del alquiler al principio, y luego vosotros solos.

Javier aceptó encantado. Y Olga estaba dispuesta a hacerlo, pues era el precio de la paz y la buena relación.

Recordaba demasiado bien sus primeros años de matrimonio, cuando vivió con sus suegros. Una pesadilla. Y eso que su suegra no era mala persona. Aun así, había discusiones, malentendidos, rencores. Hasta con la comida había problemas, pues a cada una le gustaban platos distintos. Olga comía lo que preparaba su suegra por educación, aunque le costara. Y a la suegra tampoco le resultaba fácil.

Javier y Alba alquilaron un piso cerca de casa de Olga. Ella estaba encantada. No quería vivir con ellos, pero sí ver a su hijo de vez en cuando.

Alba trabajaba como educadora infantil y ganaba muy poco. Javier tampoco tenía grandes ambiciones; le bastaba con su empleo en la fábrica.

Cuando se mudaron, Olga se ofreció a ayudarles a instalarse.

—¡Muchas gracias! —exclamó Alba—. El piso está tan sucio que no sé por dónde empezar.

Así que Olga agarró bayetas y productos de limpieza y se puso manos a la obra.

Suspiraba al ver cómo limpiaba Alba. Era evidente que no estaba acostumbrada y que aquello la agotaba.

Al final, Olga hizo casi todo. Alba, eso sí, no paraba de agradecérselo, diciendo que tenía mucho que aprender de su futura suegra. Pero Olga estaba tan cansada que apenas la escuchaba.

Al día siguiente, Javier llamó a su madre para quedar el fin de semana.

—¿Podemos ir a tu casa? ¿Te importa? —preguntó.

—Claro que no, encantada —respondió Olga.

Naturalmente, tuvo que preparar la cena. Pero la idea de pasar tiempo juntos le agradaba, y quería saber cómo les iba viviendo solos.

Sin embargo, cuando Javier y Alba llegaron, su ánimo decayó un poco. Había pasado horas en la cocina, preparando platos calientes, ensaladas e incluso entrantes. Y ellos llegaron con las manos vacías.

No es que esperara regalos, pero era de mala educación. Al menos unas pastas para el café.

Pero ni Javier ni Alba parecían darse cuenta. Olga se consoló pensando que estaban ocupados y que el dinero les iba justo.

—Mamá, ¿nos podemos llevar las sobras? Así no tenemos que cocinar —pidió Javier después de cenar.

Olga suspiró. A ella tampoco le habría venido mal no cocinar unos días, pero por su hijo no le importaba.

—Claro, lleváoslo —contestó.

Todo esto le molestaba, pero intentó no darle vueltas. Los jóvenes querían vivir su vida sin estar siempre en la cocina. ¿Qué iba a hacer ella? Podía cocinar.

Olga trabajaba desde casa, lo que le venía muy bien.

Así que cuando Javier llamó la semana siguiente, no esperaba lo que iba a decirle.

—Mamá, ¿puedo pasar a comer? Estoy ahorrando y no quiero ir al restaurante.

Olga se quedó helada. Ni siquiera tenía previsto cocinar, pero no podía negarle algo a su hijo.

—Vale, pasa —dijo, resignada, y se puso el delantal.

Pensó que sería algo puntual, pero Javier empezó a aparecer todos los días. Y eso no le gustaba. No solo los alimentos desaparecían a velocidad de vértigo, sino que además se distraía del trabajo.

Pero no dijo nada. ¿Cómo iba una madre a negarle la comida a su hijo? Aunque un día, sin querer, le preguntó por qué no se llevaba tupper.

—Es que Alba no cocina mucho. ¡Oye! ¿Qué tal si venimos el fin de semana a cenar? ¡Tu comida es tan rica!

—Este fin de semana no puedo, voy a casa de una amiga —mintió Olga, avergonzada.

—Vaya, qué pena.

Había que poner remedio, pero no encontraba la manera de decirles que aquello no le hacía gracia. No quería parecer egoísta ante su hijo y su prometida.

Y encima, el dinero. Ella aún pagaba parte del alquiler.

Al final, decidió callar. Prepararía más comida los fines de semana para que solo tuvieran que calentarla. No estaría mal sugerir que Javier comprara algo de vez en cuando, pero no se atrevía.

Así pasaron tres semanas. Javier iba a comer a casa de su madre, y luego Alba también empezó a aparecer. Olga casi se acostumbró a su papel de cocinera.

Pero entonces su hijo y su prometida se pasaron de listos.

Javier llamó a su madre para decirle que pronto era el cumpleaños de Alba.

—¡Te invitamos! —dijo entusiasmado.

—Oh, gracias, pero ¿para qué voy a ir? Seguro que vienen vuestros amigos.

—¡Queremos que estés ahí, eres como de la familia!

Olga se derritió. Por esas palabras, perdonaba muchas cosas. Pero no todo.

—Oye —continuó Javier—, ¿podrías venir por la mañana? Para ayudar a Alba con la limpieza y la comida.

Su hijo la bajó de golpe de las nubes.

—¿Ella no puede sola? —preguntó Olga, secamente.

—Venga, mamá —se rio Javier—. No sabe cocinar así. Podrías hacerlo en tu casa y traerlo. Pero temprano, para que dé tiempo a limpiar. Hay mucho que hacer, y yo por la mañana trabajo.

—¿Y los ingredientes? —preguntó Olga, aún aturdida.

—Tú compra lo que necesites. No sabemos qué vas a preparar. Pero nos gusta todo —dijo él—. Ah, ¿y podrías poner la mesa? Alba tiene cita en la peluquería. Hay que hacerlo todo.

Olga llegó al límite. No, no era que su hijo y su prometida la quisieran tanto que deseaban pasar todos los fines de semana con ella. Era que habían encontrado en ella una criada y un cajero automático gratis. La madre pone dinero, la madre compra comida, la madre cocina, y ahora también iría a su casa a limpiar. Vaya plan perfecto.

—Sabes qué, hijo mío, no voy a ir —declaró Olga.

—¿Por qué? —preguntó, sorprendido.

—Iría si fuera una invitada. Pero como empleada del hogar y cocinera, no.

—Mamá, ¿en serio? No es para tanto.

—¿Media jornada en la cocina no es para tanto? ¡Pues que Alba lo haga todo! ¡Al fin y al cabo, es su cumpleaños! ¡Y los ingredientes cuestan dinero, y mucho! ¿Sabes lo que cuesta preparar un banquete? ¡Y por lo que veOlga colgó el teléfono, respiró hondo y finalmente entendió que a veces decir “no” era el mayor acto de amor.

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MagistrUm
Una madre amorosa que elige el camino de la comprensión.