Tarde por la noche sonó el teléfono. Cogí el auricular y escuché la voz de mi hija.
-Mamá, soy yo, Pilar. ¡Tengo un problema! Mi marido me ha echado. Mañana por la mañana voy a ir con papá y me quedaré en casa.
-Escucha, Pilar, ya no tienes padres ni hogar.
-¿Qué? -me interrumpió mi hija-. ¿Qué has dicho?
¿Cómo que no hay casa? Soy vuestra única hija. ¡Tengo derecho a este apartamento! -gritaba Pilar histérica al auricular.
-Pues así es -respondí calmada-, no tienes apartamento. Se lo regalamos a Lucía, ahora ella es la dueña aquí, y papá y yo no queremos saber nada de ti. No eres nuestra hija.
¡No llames más! ¡Lo perdiste todo! -concluí nuestro diálogo con efectividad. Después de lo que Pilar había hecho, tenía todo el derecho a decírselo.
Mirando por la ventana, de repente pensé en cómo nuestra historia también había comenzado con una llamada telefónica.
Esa desafortunada llamada sonó temprano en la mañana. Salté de la cama y me apresuré hacia el teléfono fijo.
-¡Diga!
Del otro lado de la línea se escuchó un sollozo contenido.
-¿Sí, hola? ¿Quién es?
-María, soy yo, Ana.
-Anita, ¿por qué me asustas? ¿Has visto qué hora es?
-Sí, lo he visto. María, hoy ingreso al hospital para una operación y tengo miedo por mi hija. Te lo ruego, a ti y a Andrés, no abandonéis a Lucía, aún es muy pequeña. No la llevéis a un orfanato.
Mi hermana Ana siempre había sido una persona excéntrica, con mucha imaginación y acciones poco convencionales. Pero hoy había cruzado todos los límites.
Giraba nerviosa el auricular del teléfono, consciente de que algo serio había ocurrido, de lo cual aún no podía darme cuenta. Sentía miedo.
-Ana, ¿por qué no me lo dijiste antes, por qué ahora? ¿Qué te pasa? ¿Dónde te llevan?
Ana había estado enferma por unos años, pero no le había dado demasiada importancia. El último mes los dolores empeoraron, perdió mucho peso y se veía demacrada. El diagnóstico fue desalentador.
Requería urgentemente una operación. No podía decidirse a contárselo a su hermana.
Ya de por sí la ayudaba constantemente, la proveía de dinero y era como una madre para ella. Y ahora otra vez le colgaba encima sus problemas y a su joven hija.
-María, no garantizan el resultado de la operación, por favor, no abandonéis a Lucía.
Una hora después ya estábamos en el hospital, la operación aún no había comenzado, pero no pudimos ver a Ana. En el pasillo, estaba sentada, hecha un ovillo, la pequeña Lucía. Me acerqué y la abracé.
-¿Van a hacerle daño a mamá? -preguntó la niña con lágrimas en los ojos.
-No, mamá no sentirá nada, estará dormida.
Cuatro horas después, salió el médico para informarnos que mi hermana menor había fallecido.
Recogimos a Lucía y nos fuimos a casa. Entré en la habitación de mi hija y le advertí que la mamá de Lucía había fallecido y que la niña viviría con ella en la misma habitación. Pilar me miró con enojo pero permaneció en silencio.
Diez días después, Pilar arrojó las cosas de Lucía de su habitación y le prohibió volver.
Hablar con mi hija fue difícil, insistía en su postura y afirmó que tiraría las cosas de Lucía cada vez que la instalaran ahí.
Para evitar una guerra, le dimos a nuestra sobrina nuestra habitación y nos mudamos al salón.
Lucía era huérfana. De Ana nunca conseguimos saber quién era el padre de la niña. Ahora su destino dependía solo de nosotros. Por eso nunca hicimos distinción entre Pilar y Lucía. Ambas eran para nosotros hijas.
Pasó el tiempo. Pilar terminó la universidad y se casó. Su esposo era un hombre adinerado y mayor que Pilar. Ni lo uno ni lo otro le incomodó. Rápidamente recogió sus cosas y se mudó con Ramón.
Un mes después nos anunció la boda.
-Mamá, solo pido que esa tu favorita, la aduladora, no venga a la boda. No la quiero ver.
-Pilar, no puedes actuar así, Lucía en cualquier caso es tu hermana y no invitarla significa ofendernos.
-¡No estará en mi boda! -Pilar declaró categórica.
-En ese caso, papá y yo tampoco iremos.
-¡Perfecto! ¡Trato hecho!
Yo rompí a llorar, pero luego me recompuse y tomé la decisión de irme a Málaga a algún lugar de descanso.
-¿Y qué pasa con la boda de Pilar? -preguntó sorprendido mi marido.
-Nada, no nos han invitado.
-Lucía, ayúdame a encontrar un lugar de descanso.
-¿Nos vamos de vacaciones? -preguntó Lucía.
-Sí, hija mía, podemos permitirnos esto.
-¡Hurra! -gritó feliz mi sobrina, girando por la habitación.
Nos quedamos los tres. Lucía estaba terminando el instituto e iba a ingresar en la universidad. Lo hizo de manera brillante y se convirtió en estudiante de Arquitectura. Su madre Ana era una excelente pintora y bastante conocida en su ámbito. Lucía siguió sus pasos.
-O los de su padre. -decía mi marido Andrés, sospechando que cierta personalidad conocida en la ciudad era el padre de Lucía.
Yo no prestaba atención a eso. Lucía era nuestra hija.
Un año después celebrábamos la mayoría de edad de Lucía y justamente ese día mi marido se sintió mal. Se puso muy pálido y perdió el conocimiento. Llamamos a una ambulancia y Andrés fue llevado al hospital.
El médico nos informó que la situación era grave. Mi marido estaba enfermo y solo una medicina podía ayudarlo. Los médicos pueden encargarla y será entregada en tres días. El problema es que el medicamento tenía un coste exorbitante. Estábamos desesperados.
Llamé a Pilar, sabiendo que su marido era una persona adinerada y podía prestarnos el dinero.
Pilar contestó el teléfono. Le conté nuestra desgracia.
-Pilar, hola querida. Te llamo porque tu papá está enfermo y necesita urgentemente un medicamento importado cuyo precio es difícil de mencionar. Me gustaría pedirte prestada esa cantidad.
El prolongado silencio de Pilar me inquietó. Tan pronto quise repetir mi pregunta, ella respondió.
-De acuerdo mamá, hablaré con Ramón y te devolveré la llamada.
La llamada tardó en llegar. Pilar me devolvió la llamada solo una hora después.
-Mamá, verás, es que… Ramón ha decidido comprarme un coche nuevo, es increíble, me lo prometió hace tiempo. Y no puedo ignorar la condición que me ha puesto. O me compra el coche o damos el dinero a vosotros.
-Pilarcita, hija, os devolveremos el dinero, no te preocupes.
-Mamá, no digas tonterías, ¿cuándo lo devolverías? ¿Una pizca cada vez? De esta manera, no veré el coche ni en sueños.
-¿Estás escuchando lo que dices, Pilar? Tu papá puede morir. Necesita tu ayuda.
-No puedo ayudar. Pidan un préstamo si quieren. El mundo no se acaba con nosotros.
El auricular cayó de mis manos. Y yo misma estaba a punto de desmayarme.
-¿Tía María, qué te pasa?
La chica saltó hacia mí y me sostuvo para que no cayera. Yo lloraba desconsoladamente.
-Escúcheme, tía María, vendamos el apartamento de mamá. De todos modos, no podré vivir en él, incluso cinco minutos ahí se hacen pesados. No te niegues, lo principal es que tío Andrés esté vivo. Lo pondremos por debajo del precio de mercado y podréis conseguir el anticipo para dárselo a los médicos.
-Hija mía, no podemos hacer eso, al fin y al cabo es tu apartamento. ¿Qué diría tu madre sabiendo que aproveché tu bondad?
-Tía María, ¿no eres tú una mujer inteligente? ¿Es este momento para discutir lo que diría mamá? Tío Andrés está en peligro, su vida está en riesgo. Eso es lo más importante. Y ahora hay que tomar decisiones rápido y con sensatez. -dijo Lucía con emoción.
Abracé a mi sobrina y no sabía cómo agradecerle. Sí, entendía que era la única oportunidad de salvar a Andrés.
Pusimos el apartamento en venta ese mismo día y se vendió rápidamente por un precio muy decente.
El comprador dio un depósito y, mientras se tramitaban los papeles, pagamos el necesario medicamento.
Lo entregaron dos días después. La medicina ayudó. Nuestra Lucía salvó la vida de Andrés. Literalmente un mes después, Andrés estaba plenamente recuperado. Nuestra felicidad no tenía límites.
Después de que Andrés se recuperó, decidimos transferir el apartamento a nombre de Lucía. Fuimos al notario y este cambió los documentos a nombre de nuestra sobrina. La chica estaba muy agradecida. El dinero restante lo pusimos en un depósito.
Vivíamos juntos, felices de la vida, cuando sonó la llamada nocturna.
Era Pilar llamando para decirnos que volvía a casa. Ramón la había dejado y echado de casa.
Le respondí que no.
-Solo tenemos una hija: Lucía. -le respondí y colgué.
Un par de años después, Elvira se casó. Jaime era agricultor. Tenía una gran casa en el campo. Su negocio era exitoso y generaba bastante ingresos. Estaba pensando en abrir una fábrica de conservas.
Nuestra hija nos invitó a mudarnos con ella, pero decidimos que lo mejor sería simplemente visitarlos un par de veces a la semana.
Siempre nos esperaba nuestra habitación bonita y ordenada. Andrés y Jaime se hicieron amigos. A menudo iban a pescar. Andrés ayudaba en lo que podía a organizar la finca. Lucía diseñó el proyecto de una pequeña fábrica de conservas. Todos vivíamos en armonía, como una gran y feliz familia, aunque no siempre juntos. De Pilar solo nos acordábamos el día de su boda, ese mismo día que Andrés y yo íbamos a Málaga a la Casa de Descanso, a la que fuimos hace muchos años. Los viajes nos los organizaba Lucía, ella a veces nos acompañaba.
Cada año en ese día pensaba en cómo había podido criar a una hija egoísta, que ponía nuestras vidas por debajo de un coche de lujo. Y Lucía, huérfana, que perdió a su madre tan young, nos valoraba por encima de todo. Estaba dispuesta a dar todo lo que tenía por nuestra felicidad.